El bicampeonato del Toluca debió ser una celebración colectiva en el Estado de México. Pero el silbatazo final trajo algo más que alegría: dejó al descubierto una sombra incómoda, una que no pertenece al deporte sino a la manera en que entendemos —o dejamos de entender— la crítica en la vida pública.

La escena ya es conocida: tras ganar la final, el director técnico Antonio “Turco” Mohamed reaccionó con insultos y amenazas físicas contra el periodista David Faitelson. Lo que debió quedar en un intercambio propio del periodismo deportivo se convirtió en un episodio que revela un deterioro mayor. La tensión surgió por una crítica técnica —el cambio del portero antes de la final—, el tipo de comentario que, desde siempre, alimenta la conversación futbolera. Pero la respuesta fue cualquier cosa menos deportiva.

En televisión nacional, con millones de personas sintonizando el festejo, Mohamed soltó una diatriba que cruzó de inmediato la frontera de lo aceptable. Tras acusar a Faitelson de haber cuestionado su “ética y moral”, remató con insultos, un desafío explícito a golpes y una expresión que, por sí sola, desmorona cualquier discurso de juego limpio. Más tarde, en otra entrevista, volvió a escalar: “ahora lo voy a ir a buscar”.

Lo inquietante no terminó ahí. Relató Faitelson, en conversación con Enrique Acevedo, que al intentar retirarse del estadio recibió una llamada de sus compañeros: el técnico no daría entrevistas hasta verlo. El periodista accedió y lo encontró afuera del vestidor, habano en mano, en una escena que parecía sacada más de una trama política que de un festejo deportivo. Hubo palabras tensas, un acercamiento amenazante y una pregunta que hiela: “¿qué quieres?, ¿que te dé un cabezazo en este momento?”. Todo mientras el jefe de prensa del club justificaba la reacción: “es que te pasaste, David”.

Aquí es donde la anécdota futbolera deja de serlo.

Si un gobernador, un alcalde o un secretario reaccionara así ante una crítica, el país entero estaría exigiendo explicaciones. ¿Por qué, entonces, en el futbol —esa religión nacional donde cabemos todos— normalizamos la violencia como suplemento emocional del triunfo?

La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sido contundente: quienes se colocan voluntariamente bajo el escrutinio público deben soportar un umbral de crítica mucho más alto que el ciudadano común. No se trata de gustos; es un estándar democrático. Mohamed, como figura pública que vive del interés colectivo, incumplió ese mínimo.

La diferencia entre un funcionario y un director técnico se diluye cuando ambos dependen de la confianza del público y del derecho de los ciudadanos a opinar, incomodar y cuestionar. En materia de libertad de expresión, el futbol no puede ser territorio de excepción ni refugio para viejas violencias masculinas que el país intenta superar.

La Federación Mexicana de Futbol tiene la palabra. Este es un momento para que Mikel Arriola ejerza liderazgo, no administración rutinaria. En un país ya suficientemente polarizado, permitir que las figuras deportivas validen la agresión como respuesta a la opinión es un autogol contra nuestra vida democrática.

Porque de poco sirven los niños que leen mensajes de “Juego Limpio” al inicio de cada partido si, al final, quienes deberían encarnar ese principio optan por la amenaza. El deporte inspira cuando muestra grandeza, no cuando replica —con estadio lleno y micrófonos abiertos— las peores prácticas de la política que tanto criticamos.

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