El presidente Andrés Manuel López Obrador se había propuesto como objetivo consolidar la cuarta transformación de manera irreversible en 2020. Con los niveles de popularidad de que goza, y la relativa debilidad de los partidos de oposición, uno podría pensar que el jefe de Estado no debería estar preocupado por el resultado de la elección intermedia. Sin embargo, es claro que lo está, y que hará lo que esté a su alcance para maximizar la probabilidad de que Morena y sus aliados refrenden la mayoría calificada en la Cámara de Diputados y obtengan por lo menos diez de los quince gobiernos estatales. Un triunfo de menor envergadura abollaría el aura de invencibilidad y permitiría pronosticar más competencia en 2024. Una elección de carro completo del partido mayoritario, ese año sentaría las bases para regresar a la presidencia imperial de la que ha costado tanto trabajo alejarse.

Por estas razones, la elección intermedia de 2021 es crucial. En el ámbito de los gobiernos estatales, las primeras encuestas muestran más competencia de lo que muchos esperan. Se antoja muy difícil que Morena se lleve todos los estados, es decir, que se repita el triunfo generalizado del presidente en 2018. Los resultados estatales dependerán, en primer término, de la participación ciudadana: a mayor, la posibilidad de influir con prebendas, despensas, pensiones y frijol con gorgojo es menor. En segundo, del atractivo de los candidatos y la fortaleza de la marca partidista en cada estado. La participación de las mujeres será también importante: nunca habían competido tantas y nunca tampoco el movimiento a favor de la mujer había tenido tanta fuerza.

Sin restar importancia a gobernadoras y gobernadores, la aparente consolidación de la Cuarta Transformación dependerá mucho más de cómo quede la Cámara de Diputados. A pesar de que la elección se da, de forma local, en 300 distritos electorales el resultado tiene consecuencias nacionales. Otra vez, el factor determinante será la participación ciudadana. Los partidos de oposición deben suponer que la coalición Juntos haremos historia tendrá una alta capacidad de movilización del voto y de electores fieles, por lo que el nivel de competencia dependerá de que el mayor número de gente salga a votar y que se entienda la importancia nacional del resultado.

Si uno tuviese que apostar, la composición más probable de la Cámara resultaría con una mayoría absoluta por parte de Morena y sus partidos aliados, pero corta de los dos tercios para modificar la Constitución y para el nombramiento de los tres consejeros del Instituto Nacional Electoral a reemplazar en 2023. Por ello, para la pretendida irreversibilidad de la cuarta transformación obtener la mayoría calificada puede ser muy importante.

Con estricto apego a la letra de la Constitución, para que la coalición Juntos haremos historia alcance los dos tercios de la Cámara, requeriría una votación nacional de 58.7%, en virtud del artículo 54, fracción V: “En ningún caso, un partido político podrá contar con un número de diputados por ambos principios que representen un porcentaje del total de la Cámara que exceda en ocho puntos a su porcentaje de votación nacional emitida”. Este umbral se antoja muy difícil de lograr cuando se toma en cuenta que, en 2018, con AMLO y su éxito arrollador en la boleta, la coalición logró 44% del voto nacional para la elección de diputados.

Queda hoy claro que la coalición triunfadora logró transformar este 44%, primero a 61.6% de diputados al violar el tope de 8% de sobrerrepresentación en el reparto de los 200 diputados proporcionales, y elevar la representación a 68%, por arriba de los dos tercios, por chapulineo posterior.

De allí la importancia de la decisión del INE la semana pasada para evitar que el partido mayoritario en una coalición disfrace a miembros como si fueran de otro partido coaligado con el objeto de llevarse una tajada más grande en el reparto de los 200 plurinominales. Cabe recordar que para la asignación de diputados proporcionales se debe privilegiar el menor tamaño para asegurar la pluralidad en la Cámara. Así, al hacerse artificialmente pequeño, el partido mayoritario asegura se le asignen más diputados plurinominales de los que mandata la Constitución y que, como consecuencia, los partidos minoritarios perdedores obtengan menos. Esta manipulación de la sobrerrepresentación vicia la voluntad y votos ciudadanos en contra de las aplanadoras tan comunes en el pasado.

Si el INE logra (con el apoyo del tribunal electoral) que el reparto de las plurinominales sea acorde a la Constitución, el número clave para el 6 de junio es 58.7%, muy difícil, si no imposible, de alcanzar en una elección competida y en un país con tan diversas opiniones.

La sobrerrepresentación en Diputados es sólo uno de los productos del abuso que hacen los partidos de la figura de las coaliciones. En México, los partidos políticos son de interés público y sus gastos están más que generosamente sufragados por los contribuyentes. Al serlo, sus estatutos, procedimientos y actuaciones deben sujetarse al marco jurídico. Sin embargo, cuando los partidos se coaligan, el marco jurídico deja de aplicarles en la decisión más importante: el proceso de selección de sus candidatos.

Esto lleva a un sistema perverso, que promueve la propia ley al obligar a que las coaliciones se definan antes de las elecciones primarias al interior de los partidos. Esto claramente mata la vida democrática partidista y transfiere el poder de decisión para elegir candidatos a dirigencias o encuestas que pueden ser manipuladas. Un mejor sistema implicaría que las coaliciones se pudieren formar sólo después de las elecciones primarias internas y no en el orden inverso que establece la ley.

Una alternativa democrática mucho más atractiva consistiría en prohibir las coaliciones, pero con elecciones a dos vueltas. Sólo dos países en América Latina (Costa Rica y México) carecen de segunda vuelta. Las ventajas de tenerla son múltiples: reconocen el papel del voto ciudadano para dirimir elecciones cerradas. Permiten la multiplicidad de opciones y la pluralidad en la primera vuelta y el voto razonado o útil en la segunda. Fomentan la formación de coaliciones informales en la segunda vuelta y, más importante aún, reducen el poder corporativista.

La probabilidad de que el presidente López Obrador promueva una reforma constitucional para instituir la segunda vuelta es cercana a cero. Él siempre pensó que no era viable en segunda vuelta, que sólo podía ser un presidente minoritario. La elección de 2018 lo desmiente de manera contundente: en esa ocasión ganó al apelar a la mayoría de los mexicanos y disputar el centro, como si estuviera en una segunda vuelta (era su tercera, pero cada seis años).

Quizá la manera de que realmente consolide la cuarta transformación, si por ella se entiende la sana distancia entre gobiernos y grupos de interés, la inclusión, el destierro del corporativismo corruptor y la irreversibilidad de la democracia, consistiría en que siente las bases, con el apoyo mayoritario del Congreso, para una elección realmente competida en 2024, basada en un sistema sin coaliciones a dos vueltas. Esto le permitiría aceptar pasar la banda presidencial a quien resulte ganador sin que él piense que perdió. La alternativa puede ser el regreso de la presidencia imperial contra la que asegura haber luchado tanto.

Twitter: @eledece

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