El presidente Andrés Manuel López Obrador siempre ha insistido que la mejor política externa es la interna, quizá una perogrullada, pero que en su caso se traduce a que la mejor política es no participar en la externa. Por esa razón nombró a Marcelo Ebrard , el miembro más capaz de su equipo, en Relaciones Exteriores, con el objeto de no tener que distraer su atención en lo externo y dedicarse de cuerpo entero, de manera literal, a la implementación de la cuarta transformación. En ella, el lugar de México en el mundo no importa mucho.

Por esta razón, y para justificar el no uso del avión presidencial, el presidente ha optado por no participar en cumbres ni reuniones regionales o bilaterales. Para un país del tamaño e importancia global como México , esto es inusual. Lo es también por el hecho de que las circunstancias mundiales se han prestado para un reposicionamiento positivo.

Por ejemplo, a principio de su mandato, el presidente desdeñó su participación en la reunión del G20 en Japón, que era el mejor escenario para presentar un gobierno comprometido con la lucha contra la corrupción y con una gran legitimidad democrática para avanzar en los pendientes que se requieren para una alta competitividad y argumentar que México es la mejor economía del mundo para la diversificación del riesgo chino. Prefirió no hacerlo, ya que no apreciaba cómo esa inserción era congruente con sus que definen su transformación. Ahora lo entiende mejor y lo asimila en su discurso sobre las oportunidades en América del Norte, pero no todavía en términos de la definición de la agenda, en particular por el choque que implica contar con un mercado, que no sector, de energía competido y competitivo.

Lo mismo se puede argumentar sobre otras tantas reuniones que ha delegado a su secretario de Relaciones Exteriores, excepto las relativas al Tratado de México, Estados Unidos y Canadá . De pronto, algo cambió y el presidente parece haber descubierto que las cumbres sí pueden tener valor y que puede valer la pena no sólo su presencia, sino que se insista en que vaya.

Es altamente probable que el reciente viaje presidencial a Centroamérica y a Cuba haya sido agendado en previsión de la Cumbre de las Américas de este junio. La visita a los países hermanos y vecinos le daba una especie de cubertura política a AMLO para poder asistir a la invitación del presidente Joe Biden a Los Ángeles, a pesar de que no estuviesen invitados todos los integrantes del hemisferio occidental. Es decir, el viaje en mayo como preparativo para el de junio al que sería políticamente incorrecto acudir sin hacer un guiño a Cuba. Casi todos los presidentes han optado por una misma política continental en la que se ve a la esquizofrenia, en este caso la pertenencia simultánea a América del Norte y América Latina, como una ventaja comparativa a explotar y usar por razones de política interna.

Fue la preparación para la Cumbre del 9 de junio, y no la improvisación, la que llevó a que el presidente cayera en la cuenta de que este tipo de reuniones pueden ser útiles. Lo es para el presidente de Estados Unidos en términos de reafirmar su compromiso con una región que conoce bien y que presenta problemas muy serios (migración y narcotráfico), pero menores a los conflictos geopolíticos que enfrenta en Europa y Asia. Lo es también para Washington para influir en la agenda continental a favor de la democracia y la economía de mercado y, para el gobierno Demócrata, para promover la lucha contra el calentamiento global, derechos humanos y laborales y libertad de expresión. Potencialmente también para sellar un acuerdo con Venezuela para que pueda exportar más petróleo y eso ayude a disminuir la dependencia de occidente del petróleo de Vladimir Putin.

Para Estados Unidos la participación de México es clave por su tamaño, importancia y ascendencia sobre muchos otros invitados o posibles invitados. Todo esto lo entiende muy bien López Obrador y aprecia sentirse deseado, necesario.

Para los países de Centroamérica y para México la Cumbre es también una oportunidad para argumentar a favor de un mejor trato a trabajadores emigrantes, para promover un acuerdo que permita estos flujos de una manera ordenada y segura e impulsar un paquete económico que favorezca el desarrollo económico y permita invertir en la opción de no emigrar. Esto implica una gran inversión en infraestructura en el sur de México y en el Triángulo del Norte. El presidente le dio al clavo hace quince días al argumentar que el progreso de esta región ampliada depende en mucho de que se explote la cercanía con la costa este de Estados Unidos, a través del Golfo de México y se logre una conexión logística eficaz. A esto puede agregar que, si realmente hay un compromiso para crear empleos en el sur del país y en Centroamérica, la mejor forma de hacerlo es con una simplificación radical de la regla de origen de textil y confección del T-MEC y del tratado de libre comercio de Estados Unidos con Guatemala, Honduras, El Salvador, Costa Rica, Nicaragua y República Dominicana (CAFTA-RD). El mejor lugar para hacer estos argumentos a favor del corredor logístico Golfo de México-costa este (que también implica colaboración aduanera para revisión de contenedores durante el trayecto) y de una regla para la creación de empleo, es la Cumbre de las Américas en Los Ángeles. El presidente está ahora en la mejor posición negociadora para hacerlo. No asistir para presentar estos argumentos sería un error.

Pero es quizá en su reciente viaje que el presidente pudo entender que la Cumbre es también útil para Cuba y para Venezuela si alguien puede ser puente. A estos dos países no les interesa la agenda impulsada por el gobierno Biden para la reunión (derechos humanos, laborales, libertad de expresión, medio ambiente), ni tampoco ir, sino la posibilidad de que Venezuela exporte más petróleo.

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