Estados Unidos ha entrado en un nuevo ciclo histórico. Después de décadas defendiendo la globalización y las cadenas de suministro extendidas, hoy apuesta abiertamente por la re-industrialización, impulsada no por discursos, sino por subsidios masivos, política tecnológica y seguridad nacional. Washington ya decidió: quiere volver a producir, innovar y controlar sectores estratégicos dentro de su esfera de influencia. El CHIPS and Science Act, con más de 52 mil millones de dólares en apoyos directos a semiconductores, y los incentivos industriales y energéticos aprobados en los últimos años, marcan un cambio estructural. Estados Unidos no espera a que el mercado reaccione: está comprando velocidad. Y cuando una economía del tamaño de la estadounidense acelera, redefine el mapa completo.
México aparece, en teoría, como el socio natural de este nuevo ciclo. La integración productiva es profunda: en 2024, el comercio bilateral superó los 930 mil millones de dólares; casi el 90% de las exportaciones automotrices mexicanas tienen como destino EE. UU.; y el T-MEC ofrece un marco institucional que pocos países pueden igualar. No hay duda: estamos dentro del sistema industrial norteamericano. Pero estar dentro no es lo mismo que capturar valor. La pregunta central no es si México participará, sino cómo. Podemos ser un socio estratégico —integrado en energía, tecnología y talento— o podemos limitarnos a ser una extensión operativa: más ensamble, más volumen, pero sin el salto en productividad, salarios y sofisticación que define a las economías que realmente ganan. El riesgo es claro. La nueva re-industrialización americana es selectiva. El capital fluye hacia donde hay energía confiable, infraestructura lista, certidumbre regulatoria y talento disponible. Y ahí México enfrenta su mayor desafío. El nearshoring ya presiona redes eléctricas, permisos, agua, logística y capital humano. Sin una respuesta coordinada, la ventaja geográfica se diluye.
Por eso es momento de pensar en grande y con urgencia. México necesita proponer una Agenda México–Estados Unidos 2030, concreta y ejecutable, enfocada en tres ejes estratégicos:
Primero, energía limpia y confiable. No hay industria avanzada sin electricidad suficiente, competitiva y estable. La transición energética no es ideológica: es un insumo productivo. Sin inversión acelerada en generación, transmisión y almacenamiento, la oportunidad se queda en promesa.
Segundo, semiconductores y manufactura avanzada. Estados Unidos subsidia las grandes fábricas; México puede —y debe— convertirse en el corazón regional de ensamble, pruebas, empaquetado avanzado, materiales y servicios industriales asociados. No es aspiracional: es complementario y realista.
Tercero, talento. La frontera más dura ya no es comercial, es humana. Técnicos, ingenieros, operadores especializados, inglés funcional y cultura industrial. Sin una revolución silenciosa en educación técnica y formación dual, no hay política industrial que funcione.
Peter Drucker lo advirtió hace décadas: “La mejor manera de predecir el futuro es crearlo.” Hoy esa frase deja de ser retórica. El nuevo ciclo americano no va a esperar a México. Está avanzando con o sin nosotros.
La historia no juzga a los países por sus diagnósticos, sino por su capacidad de ejecución. México tiene una ventana excepcional, quizá irrepetible. La decisión es simple, aunque incómoda: o nos convertimos en socio estratégico del nuevo ciclo industrial de Norteamérica, o aceptamos el papel de espectador en una transformación que otros capitalizarán.
@LuisEDuran2

