El cierre de un año suele venir acompañado de balances, listas y propósitos. Pero hay años que no se dejan resumir con números ni titulares. Años que no se miden por lo que se logró, sino también, en ocasiones, además por lo que se perdió. Este ha sido uno de ellos para mí. Sí, lleno de logros y satisfacciones, pero también de una pérdida muy grande. Este año, después de una lucha admirable contra el cáncer, perdí a mi mamá. Y con su partida, el calendario perdió solemnidad. Porque cuando se va alguien que fue raíz, refugio y referencia moral, el tiempo deja de sentirse lineal. Se vuelve memoria. Se vuelve silencio y se vuelve pregunta.
La pérdida tiene una forma particular de ordenar las prioridades. De golpe, muchas urgencias dejan de serlo. Muchos conflictos se revelan triviales. Muchas ambiciones se vuelven pequeñas. Entendí —no de manera intelectual, sino visceral— que lo verdaderamente importante casi nunca hace ruido: la presencia, la coherencia, el amor constante, la dignidad con la que se vive y se enfrenta lo inevitable. Mi mamá no necesitó grandes discursos para enseñar. Enseñó con el ejemplo. Con la forma en que sostuvo a su familia, con su positivismo frente a la dificultad, con su capacidad de dar sin reclamar. Su legado no está en palabras, sino en hábitos. Y eso, entendí, es también una lección esencial de liderazgo.
Vivimos en una época que confunde visibilidad con impacto. Que premia la narrativa por encima de la ejecución. Que celebra la promesa más que el cumplimiento. Hemos normalizado líderes que comunican mucho y sostienen poco, que reaccionan rápido pero deciden mal, que confunden urgencia con importancia. Pero al final del año —y al final de la vida— lo único que cuenta es la consistencia entre lo que se dice y lo que se hace. El carácter no se improvisa. Se construye todos los días, en lo pequeño, cuando nadie está mirando. Este momento histórico exige un liderazgo distinto. Menos obsesionado con el corto plazo y más comprometido con la permanencia. Liderar hoy no es ocupar espacio ni dominar la conversación; es resistir la tentación del atajo, sostener decisiones impopulares y asumir costos reales. En las empresas, en las instituciones y en la vida pública, la diferencia no la hacen los discursos, sino la calidad de las decisiones silenciosas.
Como he escrito antes, el liderazgo no se mide en intención, sino en ejecución. No en visión declarada, sino en resultados sostenibles. Liderar no es estar bien posicionado, sino estar preparado: preparado para decir no, para actuar con disciplina y para mantener el rumbo cuando sería más fácil ceder. El liderazgo real, como el carácter, es acumulativo y silencioso.
Cerrar este año me deja una convicción clara: no se trata de correr más rápido, sino de avanzar con dirección. La velocidad sin sentido agota; el rumbo equivocado, aunque sea rápido, termina pasando factura. Tampoco se trata de ganar todas las batallas ni de imponer siempre la propia agenda, sino de no perder lo esencial en el camino: la coherencia, la dignidad, la responsabilidad sobre las consecuencias de cada decisión. Mi madre me enseñó eso sin decirlo. Lo hizo con constancia, con serenidad frente a la dificultad y con una ética que no dependía del contexto ni del reconocimiento. Su ejemplo me recordó que liderar no es exhibirse, sino sostener; no es reaccionar, sino responder; no es buscar aplausos, sino asumir costos. Y esa lección íntima, nacida en lo personal, es también una exigencia pública para quienes hoy tienen responsabilidades de liderazgo. Porque en momentos complejos, el país, las organizaciones y las personas no necesitan más discursos, sino líderes capaces de cuidar lo esencial mientras todo lo demás tiembla.
Cuando el año termina y el ruido se apaga, no sobreviven las promesas ni las narrativas. Sobrevive la coherencia —o su ausencia—. Se revela quién construyó y quién solo habló. En lo personal, en las empresas y en el país, el tiempo no perdona la simulación. Todo lo demás es circunstancial.
@LuisEDuran2

