“La libertad depende de saber elegir; cuando una nación elige mal, el error se vuelve destino”.

Isaiah Berlin

La Cámara de Diputados aprobó este martes una reforma constitucional que prohíbe por completo el uso de vapeadores y cigarrillos electrónicos, e impone penas de hasta ocho años de prisión para quienes los comercialicen. Con 324 votos a favor y 129 en contra, la mayoría oficialista avaló el dictamen proveniente de una iniciativa presentada por la presidenta Claudia Sheinbaum.

¿Prohibir es la solución? Sin embargo, la historia reciente ha demostrado que, en cualquier parte del mundo, ninguna prohibición funciona. Al contrario: todo indica que estamos a punto de repetir un error costoso, peligroso y perfectamente evitable.

La demanda del vapeo no desaparece por decreto. En todos los países donde se ha prohibido, el resultado ha sido un aumento drástico del mercado ilegal. En México, esa prohibición ya es un bonito regalo navideño para las mismas estructuras criminales que ya controlan alcohol adulterado, cigarros piratas y medicamentos falsificados. Ya prohíbidos los vapeadores, no habrá menos consumo: habrá más productos adulterados, más riesgos sanitarios y más dinero para el todopoderoso crimen organizado.

¿Y las autoridades? Ni Cofepris ni las policías locales tienen capacidad para perseguir cada cartucho, cada tienda o cada usuario. Esto nos llevará a un escenario bastante conocido: una ley que existe, pero que nadie puede aplicar. Les suena, ¿verdad? Esa brecha, donde el Estado dicta normas que no puede cumplir, es donde florecen la corrupción, las mordidas, los decomisos irregulares y la discrecionalidad policial.

Vayamos por partes. El discurso oficial ha colocado al vapeo en la misma categoría retórica que el fentanilo. Ese lenguaje tiene consecuencias: abre la puerta a detenciones arbitrarias, multas desproporcionadas y abusos disfrazados de “protección”. Convertir al consumidor recreativo, incluido el turista, en sospechoso no es política de salud pública; es populismo sanitario.

Claro, es un fuerte golpe económico y un premio para las tabacaleras. Miles de empleos formales desaparecerán con el vapeo ya prohibido. En paralelo, las grandes tabacaleras recuperarán su monopolio sobre el cigarro tradicional, un producto mucho más dañino, pero perfectamente legal. Es una ironía: la medida que supuestamente protege la salud fortalecerá a la industria más dañina de todas.

El mundo ofrece lecciones que México ignoró por completo. Australia adoptó la prohibición más estricta del mundo y terminó creando un mercado negro dominado por bandas criminales, con extorsiones, violencia e infinidad de productos adulterados circulando entre jóvenes que no dejaron de consumir, solo cambiaron a opciones más peligrosas. Hoy ese país debate desmantelar su propio modelo. En sentido contrario, Reino Unido optó por regular, supervisar y educar, y los resultados han sido claros: una caída histórica del tabaquismo, cero presencias de mafias en el mercado y el uso del vapeo como herramienta eficaz de reducción de daños. México, entre estas dos rutas, decidió la ruta equivocada.

A las puertas del Mundial 2026, para variar, la prohibición coloca a México en un aprieto diplomático y turístico: la mayoría de los visitantes vapea de forma legal en sus países, pero aquí podrían enfrentar decomisos, revisiones y sanciones absurdas. No es difícil imaginar el titular internacional: “México, la sede mundialista donde vapear es delito”. Una imagen poco afortunada para un país de izquierda que busca mostrarse moderno y abierto al mundo.

La historia mexicana es clara: prohibir algo con alta demanda no elimina el mercado, sólo cambia quién lo controla.

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