Más de una vez he escuchado a funcionarios públicos decir que para que haya un acto de corrupción se requiere de un corruptor y de un corruptible. Nunca he sabido si esto se esboza a manera de aceptación, de justificación o de reparto inequitativo de responsabilidades. Lo cierto es que en un país como México, marcado por profundas desigualdades, sirve de muy poco imaginar que la causa de la corrupción está en las víctimas de la misma.

En octubre de 2003, la Asamblea General de Naciones Unidas proclamó el 9 de diciembre como el Día Internacional contra la Corrupción. Desde entonces, la agenda del combate a la corrupción ha sido promovida desde distintas agendas internacionales y nacionales. Su necesaria erradicación ha motivado protestas, cambiado gobiernos, encarcelado expresidentes y ante los escasos resultados, alimentado una profunda frustración y desconfianza.

El nepotismo, el desvío de recursos para pago de campañas electorales, las compras públicas amañadas, el manejo de instituciones como patrimonio personal y las complejas y profesionalizadas redes de corrupción, siguen operando en países con corrupción sistémica.

La urgencia por erradicar la corrupción ha quedado plasmada en uno de los objetivos para el desarrollo sostenible. Se trata del Objetivo 16 que exige a los Estados promover sociedades pacíficas e inclusivas a partir de instituciones fuertes, profesionalizadas, capaces de rendir cuentas a todos niveles. Capaces de generar condiciones mínimas de igualdad social.

Llegamos al aniversario del combate a la corrupción en medio de un paisaje desolador. Las secuelas de la pandemia de Covid-19 se cuentan en pérdidas humanas, en daños económicos, en millones de desempleados, en capacidades estatales acotadas por la austeridad y en un preocupante aumento de la pobreza y la desigualdad. La noche vieja del 2020 cerrará con 27.7 millones de nuevos pobres en América Latina. México será uno de los países más afectados de la región. Las mujeres, los trabajadores informales y los pueblos indígenas, estarán, como siempre, entre los más perjudicados.

La pandemia aumentó las oportunidades para la corrupción. Contra las recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en México no se ha garantizado el derecho a saber en los tres niveles de gobierno. A la fecha, la pandemia ha servido de pretexto para que órganos garantes del acceso a la información mantengan la cortina cerrada a costa del derecho fundamental a saber. El apuro por la emergencia ha propiciado adjudicaciones directas, escasamente vigiladas, poco fiscalizadas y con nula rendición de cuentas.

En este escenario lo peor que puede sucedernos es comprar el discurso triunfalista del fin de la corrupción. Basta con ver evidencias como la publicada por el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Información (INEGI) que registra en los últimos dos años, un aumento del soborno por acceso a servicios y con un costo de 3 mil 822 pesos por persona. Basta con ver, leer y exigir. La negación desmoviliza y dificulta los esfuerzos de acción colectiva contra la corrupción. La negación le facilita el camino a los corruptos. Puede ser un instrumento útil, aunque temporal, de propaganda política. Pero como reza el adagio “la mentira tiene patas cortas… y tarde o temprano cojea”.

Coordinadora de la Red por la Rendición de Cuentas.
@louloumorales

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