A las diez de la mañana del día de hoy, sonará la alerta sísmica por los más de 12 mil altavoces incrustados en diversos sitios de la Ciudad de México. Para algunos, el desalojo será un irrelevante paréntesis. La simple interrupción de la rutina cotidiana, un momento para estirar piernas, ubicar zonas seguras y entablar conversaciones de pasillo. Para otros, el escalofrío será inevitable.

El megasimulacro es el doloroso recuerdo del patrimonio perdido, el recuento de 471 víctimas mortales. Es la angustia, el miedo y la evocación de la solidaridad temporal tras los sismos de septiembre de 2017.

Los chilangos vivimos en una ciudad vulnerable. Pisamos una tierra que se hunde 22 centímetros por año y que está en acecho permanente por su inevitable condición telúrica. En esta ciudad sin una política clara de planeación urbana, las inmobiliarias hacen jugosos negocios a costillas de la constante demanda. Un edificio que no cumple las normas, dura clausurado lo que tarda un amparo. Las palancas, las mordidas o las argucias legales saltan las trabas de las restricciones de uso de suelo o el límite de niveles permitidos en zonas residenciales. Esta rapiña inmobiliaria quedó exhibida tras la auditoría sísmica de hace dos años. El saldo: 12 millones de damnificados.

Sería injusto decir que al paso del tiempo no hay avances. Muchos de ellos fueron mencionados por Claudia Sheinbaum durante su primer informe de gobierno. Lo más destacable es que las víctimas del sismo están al centro de la política de reconstrucción. Existe interlocución directa con cada una de las personas afectadas, se garantiza el apoyo jurídico gratuito, hay certeza sobre la seguridad estructural y hay un comité de grietas para realizar dictámenes y atender cuanto antes los daños y rezagos. Se cuenta con una plataforma digital con 280 capas de datos sobre la Ciudad de México que conforman el atlas de riesgos de la capital con posibilidad de georreferenciación.

También, hay un espacio de cooperación pluridisciplinario: la Comisión de Reconstrucción cuenta con el acompañamiento de cinco subcomisionados y con la asesoría permanente de un Consejo consultivo conformado por las dependencias del Gobierno de la Ciudad involucradas en el proceso de reconstrucción y las personas afectadas.

Con esto se entiende que el trabajo de reconstrucción está pensado para el largo plazo y ha ido más allá de la urgencia de reparar muros y mover ladrillos.

Prevalecen, sin embargo, vacíos importantes en materia de transparencia y rendición de cuentas que podrían dañar todo el proceso. El primero es el que se refiere a la ruta del dinero destinado a la reconstrucción. A la fecha, no se sabe cómo se asignaron y ejercieron los ocho mil millones de pesos iniciales. Hay datos sobre el Fideicomiso de Reconstrucción y Rehabilitación, pero la información se limita a reportes sobre el gasto comprometido y ejercido sin mayor justificación para la población en general. No se tiene sistematizada la información sobre otros fondos de origen público. La publicidad sobre la distribución de recursos con montos, presupuestos y esquemas de pago a empresas e institutos debiera ser público. Lo mismo sucede con el sector privado, los procesos de asignación y criterios provenientes de fundaciones como Slim, Provivah, Banorte y Convives son un misterio. Sin reglas de operación públicas y sin manuales accesibles que permitan conocer cómo y quién puede ejercer los recursos, se restringe el acceso democrático. Y con ello, se vuelve imposible lograr la resiliencia.


Coordinadora de la Red por la Rendición de Cuentas

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