En la entrega anterior abordé el origen de las interpretaciones públicas sobre la nulidad de juicio concluido. Ahora corresponde detallar el debate reciente en la Nueva Corte y el sentido actual de esta figura.

Con el antecedente de la contradicción de criterios 393/2023 (en la que el Pleno anterior determinó, por mayoría de cinco votos, que esta acción es improcedente sin regulación expresa), el 26 de noviembre presenté un proyecto ajustado a ese criterio obligatorio. Aunque no compartí esa postura cuando fue adoptada por la integración anterior, resultaba necesario ceñirse a la jurisprudencia aplicable. La seguridad jurídica exige reconocer que los precedentes se mantienen vigentes incluso frente a los cambios derivados de la reforma judicial, tal como lo prevé la nueva Ley del Poder Judicial de la Federación.

La deliberación permitió profundizar en el alcance de esta figura. En congruencia con la postura que sostuve en marzo, voté en contra de la propuesta y me sumé a quienes consideramos que esta acción sí puede admitirse en materia mercantil cuando se denuncian actos fraudulentos. El proceso debe responder a la verdad procesal y no servir de blindaje a conductas que distorsionan su autenticidad.

Conviene insistir: la nulidad de juicio concluido no reabre un caso ni revisa lo ya debatido. Opera únicamente cuando se acredita un fraude o colusión que afectó la validez del procedimiento. Su análisis se concentra en ese vicio específico y busca impedir que la cosa juzgada proteja decisiones ilícitas.

Esta acción tiene, además, raíces profundas en nuestra tradición jurídica. Desde la Sexta Época de la Corte, iniciada en 1968, se reconoció su procedencia aun sin regulación expresa. Posteriormente fue incorporada al Código de Procedimientos Civiles del entonces Distrito Federal y hoy forma parte del Código Nacional de Procedimientos Civiles y Familiares, así como de diversas legislaciones estatales. En todas conserva una misma finalidad: asegurar que la sentencia firme derive de un proceso válido.

La Suprema Corte ha sido consistente en un punto central: la cosa juzgada sólo existe cuando la sentencia proviene de un proceso auténtico y respetuoso de las garantías básicas. Esto no debilita la seguridad jurídica; por el contrario, la fortalece. Un sistema que corrige fraudes excepcionales es más estable que uno que los tolera.

En ese sentido, esta figura no revisa lo ya resuelto en un juicio regular. Solo abre una vía cuando se demuestra plenamente que el proceso estuvo contaminado por maniobras fraudulentas. Si las partes fueron escuchadas, ejercieron su defensa y no existió simulación, la sentencia debe permanecer firme.

La seguridad jurídica y el acceso a la justicia no son principios opuestos. Se complementan cuando las decisiones se explican con claridad y cuando la comunicación pública se ejerce con responsabilidad y transparencia. Democratizar el derecho implica abrirlo, traducirlo y hacerlo comprensible para que las personas puedan ejercerlo plenamente.

En un contexto donde la información circula con rapidez y a veces con distorsiones, es indispensable evitar lecturas imprecisas que erosionen la confianza en el trabajo jurisdiccional. La observación popular es legítima y deseable, pero exige información clara y verificable.

Explicar con rigor, comunicar con transparencia y colocar a las personas en el centro del sistema de justicia no es un complemento, es una responsabilidad central. Especialmente cuando se trata de asuntos que aún están en proceso de deliberación.

Solo así es posible fortalecer la certeza jurídica y garantizar derechos de manera efectiva, para que la justicia no sea una promesa abstracta, sino una experiencia real para todas las personas.

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