El elefante reumático del que una y otra vez habla el presidente Andrés López Obrador (AMLO) cuando se refiere a la burocracia oficial no solamente es lento sino algo peor: su lentitud e ineficacia suele ser producto de su corrupción.

A contracorriente de nuestra tradición política, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y su partido-movimiento de izquierda tomaron por la vía electoral el control de la parte medular del aparato gubernamental. La gran meta de AMLO y su heterogéneo partido, Morena, es proceder a un cambio en las prioridades y conductas del aparato administrativo federal. Se trata de emprender la compleja tarea de modificar los objetivos y el modus operandi tanto de las estructuras de gobierno como de la sociedad civil donde se decide el “quien, consigue qué, cómo y cuándo” de los recursos escasos de una sociedad, proceso que es el corazón de la política.

El propósito del lopezobradorismo era ganar en las urnas el derecho a controlar el gran aparato de gobierno para emplearlo como mecanismo para poner en marcha un proceso redistributivo que tuviera como fin priorizar los intereses de los más pobres. De esta manera se podría transitar pacíficamente de un sistema extractivo donde los dados estaban permanentemente cargados en favor de los intereses de las grandes fortunas (¿timocracia? ¿oligarquía?) a otro que aminorara la desigualdad social. Naturalmente este proyecto se topó entre otros muchos obstáculos, conque su instrumento para modificar el régimen no sólo era un elefante aquejado de burocratismo, sino que, además, por su corrupción saboteaba las políticas de cambio.

Un ejemplo claro de esto último lo acaba de exponer de manera muy sencilla Raquel Buenrostro (RB), la responsable del estratégico Servicio de Administración Tributaria (SAT). Y lo hizo en una mesa política salpicada de humor con los “moneros” de “El Chamuco TV” (10/07/22). Hasta el 2018 la consigna en el SAT era minimizar la carga impositiva de las grandes empresas —RB las definió como aquellas que facturan más de $1,600 millones anuales y que son apenas el 0.02% del padrón pero que aportan el 50% de la recaudación. La reacción inmediata de esos grandes consorcios fue envolverse en un manto de dignidad ofendida: ¿cómo osaba el nuevo gobierno a poner la ley por encima de los usos y costumbres ya establecidos? Esa prepotencia empresarial la ilustró RB con el caso de un empresario que debía al SAT $10 mil millones pero que finalmente condescendió pagar apenas $70 tristes millones con una actitud de “lo tomas o lo dejas, pero ya no hay más discusión”. Al final la institución funcionó y el abusivo tuvo que pagar de acuerdo a la ley. El elefante aún es lento, pero ya no corrupto.  

La parte de la institución corrupta la ilustró Buenrostro con ciertos funcionarios del SAT que, pese a tener doctorados, se conformaban con una plaza de apenas $8 mil mensuales. La explicación de su frugalidad es que la función real de esos funcionarios era recolectar información interna para quienes realmente les pagan: los costosos despachos de abogados al servicio de las grandes empresas. Y no sólo filtraban información, sino que la retenían e incluso alteraban la documentación de los expedientes para que los casos se prolongaran indefinidamente o el SAT perdiera en los tribunales mientras los despachos contratados por las empresas seguían cobrando “por llevar el caso”. Pese a las evidencias de contrabando sistemático en gran escala de minerales o combustible, apenas en 2020 pudo armar su primera denuncia al respecto porque miembros del “servicio profesional de carrera” por décadas simplemente encubrieron a los contrabandistas.

En resumen, como en el caso del SAT, el gobierno de AMLO tiene que batallar y duro en dos frentes: el de los grandes intereses creados externos y el de la burocracia corrupta.  

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