La geopolítica es implacable: si al lado de un país rico y poderoso hay otro menos afortunado y en el primero surge imbatible una demanda de bienes o servicios ilegales, sean drogas o mano de obra indocumentada pero barata, se va a dar un intercambio que a su vez generará un tipo de vida de la ilegalidad que será socialmente corrosivo y muy difícil de erradicar mientras persista el gran contraste.

México es vecino, al norte, de la sociedad más rica del planeta, pero la nuestra tiene apenas al 30% de sus habitantes como no pobres y sin carencias, pero a un 42% clasificados como pobres (cifras del Coneval de 2020). Al sur, nuestro país es vecino de sociedades aún más pobres y que hoy expulsan un aluvión de migrantes que unidos a los que expulsa México se congregan en la frontera con Estados Unidos buscando ingresar al país rico. El resultado es la formación y consolidación de una estructura criminal de brutalidad extrema dedicada al contrabando sur-norte de personas y drogas y que es trituradora, entre otras cosas, de futuros individuales de muchos adolescentes y jóvenes fronterizos pobres pero urgidos como pocos de un mínimo de certezas y esperanzas sobre su futuro.

En un reportaje en el Washington Post (02/10/21), Kevin Sieff relata un caso paradigmático: el de un adolescente de Matamoros de doce años al que el autor llama Antonio y al que un compañero de escuela engancha para que se inicie en “arte” de contrabandear indocumentados a los Estados Unidos. Durante seis años Antonio logró cruzar a Texas tantos sin papeles como la organización criminal que controla ese tráfico puso en sus manos. En esa actividad Antonio fue un éxito pues cobraba cien dólares por indocumentado y en ciertos días pudo poner hasta diez personas en manos de sus contactos en Texas. Sin embargo, se trata de una historia que tenía “fecha de caducidad” y que todos los involucrados lo sabían.

Al Antonio adolescente, de padre ausente, lo reclutaron traficantes de personas y lo mantuvieron en su nómina por su capacidad para burlar a la Border Patrol, pero también por su edad. Quince veces la patrulla fronteriza lo sorprendió con su contrabando humano y otras tantas veces lo tuvieron que devolver a Matamoros. Y es que mientras no fuera mayor de edad, la legislación norteamericana impedía poner a Antonio tras las rejas. Para el adolescente fronterizo su part time job era casi un juego que le daba un ingreso y una independencia envidiables a ojos no sólo de sus pares locales sino incluso de otras clases. Se acostumbró a una forma de vida que sólo sirviendo al crimen organizado podía mantener.

En su relato Steff introduce a Ivette Hernández, funcionaria de un centro de atención a menores. Se trata de un esfuerzo del gobierno por ofrecer alternativas a los adolescentes que la Patrulla Fronteriza devuelve a México. El empeño de la Sra. Hernández es más que meritorio, busca mantener el contacto con esos “niños del circuito”, les ofrece ayuda sicológica, entrenadores para sus equipos deportivos, pero al final sus recursos no tienen posibilidad de competir con las “oportunidades” que les ofrece un cartel como el del Golfo: dinero, drogas, autos y, al final, armas a cambio de su incorporación plena al mundo del crimen en cuanto llegan a la edad adulta.

Al cumplir 18 años Antonio, el cartel le entregó un rifle de asalto y le dio su primera nueva tarea: asesinar a un rival, a un Zeta. Sin embargo, el novel sicario falló y el cartel se lo cobró.

En Matamoros, Antonio entró a la edad adulta por la puerta del infierno. La última noticia que la Sra. Hernández tuvo de Antonio fue una llamada desesperada de auxilio, demanda ya imposible de satisfacer.

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