En el ámbito de la teoría política hay dos maneras de entender el centro. Una, la más común y frecuente, es la que hace referencia a éste como el punto intermedio entre las dos grandes posturas políticas que han articulado el espectro ideológico desde la Revolución Francesa en adelante: la izquierda y la derecha.

Otra manera de entender al centro es aquella que lo concibe, no ya como una postura política, sino como el punto de encuentro y de entendimiento entre personas que piensan y opinan distinto, pero que acuerdan tener que moderar sus posturas para que ese espacio de coincidencia esencial pueda permitir la convivencia de la pluralidad de puntos de vista.

En este sentido, el centro representa el espacio en el que cuaja el consenso básico sin el cual son imposibles las condiciones necesarias para permitir la coexistencia pacífica de personas que, aun teniendo diferencias, políticas, ideológicas, religiosas, culturales, raciales, y hasta relacionadas con sus lugares de origen, reconocen que la tolerancia y aceptación recíproca de esas diferencias es la única clave para poder convivir entre sí sin violencia.

El centro, así entendido, supone la existencia de ciertos valores compartidos básicos que permiten que los naturales particularismos que existen en una sociedad (nuestros valores, principios y posturas particulares —políticas, ideológicas, religiosas, etc.—) no prevalezcan por encima de los que nos resultan comunes a todos y, por lo tanto, no resulten disruptivos para la convivencia común.

Lo anterior supone que, si bien nuestros valores y principios particulares (los que sustentan las coincidencias políticas y que permiten articular un partido; los que sostienen las creencias religiosas y le dan sentido a la existencia de las distintas iglesias; los que implican intereses laborales comunes y que le dan sustento, por ejemplo, a un sindicato; los que implican ciertos rasgos culturales comunes y permiten definir una determinada etnia; entre muchos otros) son válidos e importantes para definir nuestra propia identidad y sentido al interior de un conglomerado social, éstos no son asumidos ni como únicos, ni mucho menos como excluyentes o determinantes para pertenecer al mismo.

Si eso fuera así, no habría espacio para los disensos y las diferencias y cualquier diversidad terminaría por tener un carácter existencial del que dependería la supervivencia de la sociedad. Sin la aceptación de ese consenso básico en respetar y tolerar a quien piensa o es distinto a nosotros, la convivencia pacífica se tornaría imposible y las diferencias, las consecuentes exclusiones y hasta el acoso a quien es “diverso” marcarían la vida de nuestras sociedades.

El centro constituye, de ese modo, ese núcleo de valores y principios consensuados que se asumen fundamentales por encima de las distinciones, las divergencias y las discrepancias.

En los tiempos actuales, marcados por todo tipo de radicalismos (políticos, ideológicos, religiosos, étnicos y de otra naturaleza), el centro tiende a diluirse peligrosamente. La proliferación de los chauvinismos, la exaltación de los particularismos, de las identidades sin fin, así como el énfasis en las diferencias, están marcando el discurso político en todo el mundo y, por lo tanto, poniendo en riesgo la supervivencia de ese centro del que depende la convivencia de la diversidad que ha caracterizado —al menos aspiracional e idealmente— a las sociedades democráticas.

Y es que el discurso que divide entre propios y extraños, entre buenos y malos, entre amigos y enemigos, tan en boga en el discurso público contemporáneo, constituye la negación de la tolerancia y, por lo tanto, en el sustento de la negación, el hostigamiento, la discriminación o, peor aún, la persecución de los “otros”.

Resulta obvio que, de la existencia y supervivencia del centro depende, en consecuencia, el de la democracia misma. Por eso resulta paradójico que, como pasa en México, los discursos y de las acciones que dinamitan el centro exacerbando los radicalismos se sustenten en la reivindicación de la democracia.

“Somos el país más democrático del mundo”, proclama a los cuatro vientos la presidenta Sheinbaum, cuando en realidad todos los días evoca y exalta sus particularismos, niega y descalifica a quien piensa y opina distinto y utiliza todo el aparato del Estado para combatir a sus adversarios.

Investigador del IIJ-UNAM. @lorenzocordovav

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