El lunes pasado la Suprema Corte de Justicia de la Nación dio un paso decisivo en el camino al restablecimiento del orden constitucional y democrático que, de manera arbitraria y abusiva, había violado la mayoría oficialista en las cámaras del Congreso de la Unión. La primera parte del llamado “Plan B”, con el cual se reformaron a finales del año pasado una serie de leyes, siguiendo los deseos (e instrucciones) de la Presidencia de la República, fue declarada nula por una serie de violaciones graves al procedimiento legislativo.

En su sentencia, aprobada por nueve votos contra dos, la SCJN consideró que las violaciones al procedimiento legislativo habían impedido que se diera una discusión democrática en el Congreso y que, por una burda premura (probablemente debida a querer ocultar el fracaso de su intento de reforma constitucional, el “Plan A”), los legisladores no tuvieron la oportunidad ni siquiera de conocer lo que se estaba sometiendo a su consideración.

Afortunadamente para la democracia mexicana, la absoluta lealtad (vasallaje, más bien) a la voluntad presidencial con la que se condujeron esos legisladores, que sin duda constituyen una mayoría legítima —pues fue elegida por elecciones impecablemente organizadas por el INE—, contrasta radicalmente con su capacidad para actuar con base en las reglas y los procedimientos del proceso parlamentario. La mejor prueba que privilegiar la lealtad sobre la capacidad tiene un alto costo.

Así, por ejemplo, desde que se presentó la iniciativa de reformas legales, hasta que el pleno las aprobó sin discusión y dispensando todos los trámites legislativos, pasaron apenas 3 horas, un tiempo absolutamente insuficiente para que siquiera leyeran lo que estaban votando. En efecto, la reforma planteó cambios a más de 500 artículos de seis leyes que las y los diputados votaron “a ciegas”.

La decisión de la SCJN es muy relevante por tres razones. Primera, porque le pone un límite a la acción arbitraria de las mayorías. En una democracia ser mayoría no le da el derecho a ésta de hacer lo que quiera y como quiera. Hay reglas y límites que deben respetarse. Y esa, por cierto, es una muy buena noticia de cara al atropello legislativo que presenciamos en los últimos días del pasado periodo ordinario de sesiones en los que, de manera atrabiliaria, Morena y sus aliados impusieron cambios a un conjunto de leyes en diversas materias. El mensaje de la Corte es claro: las mayorías no pueden obviar que están obligadas a escuchar los puntos de vista de todas las fuerzas políticas, a ponderar los planteamientos de las minorías y a contrastar los pros y los contras posibles antes de tomar cualquier decisión. Así pues, legislar, en una democracia, es algo que va mucho más allá de meramente levantar automáticamente el dedo para votar, como ocurrió.

Segunda, porque se abre la puerta para que las elecciones de 2024 se realicen con las mismas reglas y procedimientos que nos han permitido tener hasta ahora elecciones auténticas y plenas garantías de voto libre sin los riesgos que el “Plan B” suponía. En efecto, aunque aún falta que la SCJN se pronuncie sobre la segunda parte de esas reformas, que involucra a cuatro leyes más, éstas fueron aprobadas, en prácticamente todos sus aspectos, en la misma sesión viciada de inconstitucionalidad en la que se votaron las que la Suprema Corte acaba de anular. Así, es prácticamente un hecho que el criterio que llevó a los nueve ministros por expulsar del orden jurídico esos cambios se reitere en los próximos días, finiquitando ese burdo intento por socavar las reglas electorales que nos han dado estabilidad política y certeza democrática en los comicios de los últimos años.

Y tercera, porque nos demuestra que la mayoría de las y los ministros de la SCJN (exceptuando los penosos casos de las dos ministras que votaron en contra) son verdaderamente autónomos e independientes y que no están dispuestos a ceder a las inaceptables presiones que, de manera burda, autoritaria y hasta peligrosa, se desataron sobre ellos desde los circuitos gubernamentales en los días previos.

La Suprema Corte de Justicia cumplió su deber: proteger a la Constitución y acotar los abusos del poder. Lo que viene ahora es defenderla y respaldarla desde la sociedad frente al acoso autoritario que se ha desatado sobre ella, de manera intolerante y antidemocrática, desde el poder.

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