Más allá del discurso soberanista que ha vendido la presidenta Sheinbaum, la realidad muestra que pocas veces en la historia de nuestra relación con los Estados Unidos se había tenido una postura de total complacencia y hasta de entreguismo como la que ha tenido el actual gobierno, al menos desde que inició el segundo mandato de Donald Trump.
Es cierto que los tonos de la relación cambiaron cuando Trump afirmó que no seguiría permitiendo que México continuara “aprovechándose” de los Estados Unidos, como hasta ahora, de una serie de presuntas ventajas indebidas; pero esa es una política que se ha planteado a nivel global con todos los países, cercanos o no a sus intereses. En efecto, el aumento de aranceles y la amenaza de su uso como represalia si no se satisfacían sus pretensiones ha sido una política universal del presidente estadounidense.
También es cierto que, a diferencia de otros mandatarios (incluidos los primeros ministros canadienses, Trudeau y Carney) la presidenta Sheinbaum ha eludido permanentemente la confrontación e incluso los encuentros presenciales con el presidente norteamericano, en lo que, paradójicamente, algunos han identificado como un signo de inteligencia e incluso de gran habilidad diplomática.
Sin embargo, en realidad, el gobierno mexicano ha cedido sin excepción a todos los pedidos de su homólogo estadounidense con una docilidad pocas veces antes vista.
Primero, a petición de Estados Unidos se militarizó la frontera norte del país (durante el sexenio anterior, a demanda del mismo Trump, se habían desplegado miles de efectivos de la Guardia Nacional a la frontera Sur, para contener el tráfico de indocumentados que siguen ahí) con más de diez mil efectivos para contener la migración y garantizar la seguridad del confín entre los dos países.
Más tarde se cambió radicalmente la política de seguridad pública del gobierno mexicano asumiendo una postura de confrontación y combate a la criminalidad organizada mucho más clara, aunque sin romper discursivamente ni contradecir la demencial lógica de “abrazos no balazos” que prevaleció durante la gestión de López Obrador. Se trató de un evidente cambio de estrategia, en gran medida, forzado por la demanda del gobierno de Trump de que se actuara de modo más decisivo contra las organizaciones del narcotráfico si no queríamos sufrir la represalia de altos aranceles generalizados.
Después, en dos momentos, se le entregaron al gobierno norteamericano a más de medio centenar de líderes criminales detenidos en México que habían sido requeridos por nuestros vecinos, sin base jurídica alguna y, peor aún, algunos de los cuales tenían suspensiones judiciales concedidas en contra de eventuales extradiciones. Se trató de una decisión sin base normativa alguna, equiparable en los hechos a una especie de destierro, anacrónica figura que no está reconocida ni por nuestro ordenamiento jurídico ni por las normas internacionales.
Por otra parte, no se tomó ninguna medida económica de respuesta en contra de la serie de aranceles que unilateralmente estableció el gobierno norteamericano en contra de diversos de productos mexicanos (entre otros el acero y el aluminio), en una posible contravención de los acuerdos comerciales, que pudiera incomodar a la administración estadounidense.
Además, se avaló a posteriori el sobrevuelo de drones espía estadounidenses en territorio nacional, justificando el hecho con la afirmación de que esas incursiones habrían sido autorizadas en el marco de los acuerdos bilaterales en materia de combate conjunto al narcotráfico. Ello a pesar de que la noticia de esos vuelos había sido advertida no por el gobierno mexicano sino por notas periodísticas.
Lo mismo ocurrió con la justificación de la presencia de buques de guerra norteamericanos en aguas mexicanas después de que el gobierno de aquel país anunció los operativos de dichas naves en tareas de inteligencia contra las organizaciones criminales declaradas como terroristas.
Eso sí, en el plano interno, como pocas veces, se ha recurrido con insistencia a la arenga nacionalista de la defensa a ultranza de la soberanía nacional si se concreta el amago de una intervención militar estadounidense en nuestro territorio. Un discurso patriotero que contrasta radicalmente con la cesión prácticamente total en la que se ha traducido, de facto, la política bilateral mexicana.

