Muchos docentes nos enfrentamos en el 2020 con el desafío de impartir clases por medios electrónicos. La novedad de este año fue la imposibilidad de interacción física, pero la educación virtual venía en expansión en la última década: los MOOCs y cursos semi-presenciales en varias instituciones a nivel mundial fueron la antesala, y la transformación digital lo único que ha hecho es acelerarse con el COVID-19. Por supuesto, la parte técnica se resuelve, de alguna manera, con un computador, un teléfono móvil y una conexión a internet, pero las competencias para impartir y recibir educación por medios remotos es otra historia.

La presencialidad en principio permite ver las caras de duda, percibir el nivel de atención y una participación que no se oculta por la cámara apagada. Ante la nueva coyuntura, una importante pregunta que surge es: ¿cuál es la receta para que todos los estudiantes participen y estén realmente conectados con lo que se está instruyendo? Ni siquiera con la educación presencial se puede estar seguro, pero el micrófono apagado y la imagen oculta mimetizan mejor ese miedo a participar y cierta apatía generalizada que solo empeora con las medidas de encierro preventivo.

Una preocupación que viene con la virtualidad es el grado de autonomía que deben tener o desarrollar los estudiantes ante una instrucción que se aleja cada vez más del protagonismo del profesor y que, por razones prácticas, pasa a ser dinámica y necesariamente participativa y motivacional ante la falta de interacción física. ¿Hasta qué punto estudiantes y docentes estaremos preparados para confrontar una situación de mayor responsabilidad y compromiso con la enseñanza/aprendizaje que depende de una serie de instrucciones que deben quedar muy claras para realizar actividades sincrónicas y asincrónicas?, ¿en qué medida el estudiante está dispuesto a ser el verdadero protagonista en un mundo que dista de aquel al que está acostumbrado?

Es de reflexionar que las dinámicas de clase requeridas por el nuevo medio pueden ser reclamadas por los estudiantes como falta de participación de los profesores, sin tener en cuenta la planeación y retroalimentación que cada una de ellas implica. A su vez, existen distintas aplicaciones que permiten la interacción individual y grupal, pero vale la pena cuestionarse: ¿cuál es el punto de saturación?; es de resaltar que al inicio había novedad, pero después de 9 meses se puede caer en repetición. A eso se le deben sumar el agotamiento y la crisis. Con esto aparece entonces una nueva duda: ¿es en realidad más fácil para un profesor crear, diseñar y aplicar una actividad pedagógica que impartir una clase magistral en la que se espera que el estudiante solo tome apuntes pero que se supone garantiza todo el contenido?

A lo anterior se suma lo que tiene que ver con lo que pudiera ser una dicotomía entre flexibilidad y exigencia. La pandemia ha institucionalizado facilitar procesos y entender situaciones “que se salen de las manos” (p.ej.: se fue la luz, la conexión de internet es mala, mi gato acaba de tumbar el computador, etc.). Sin embargo, tal flexibilidad, al menos en Latinoamérica, se puede confundir con laxitud en las reglas y desconocimiento de tiempos que, dicho sea de paso, puede ser la diferencia entre países desarrollados y países en desarrollo. No es fácil encontrar dicho equilibrio y tampoco lo es medirlo, lo que lleva al problema de las calificaciones.

Este último punto puede llegar a ser precisamente el que suscita mayores cuestionamientos: ¿cómo medimos realmente la adquisición de conocimiento? Una respuesta puede estar en la elaboración de proyectos grupales, pero entonces: ¿cómo separamos a los “free riders” de los estudiantes realmente comprometidos? Se menciona otra réplica entonces: pidamos evidencias individuales que incluyen videos, escritos y podcasts, por mencionar algunos ejemplos, pero entonces nos enfrentamos al banco de respuestas disponibles en internet e incluso negocios establecidos que por una suma de dinero invitan a no pensar. El discurso respecto a lo moral y lo ético es claro, ¿pero hasta qué punto es posible asegurarlo? Aquí es donde es necesario hacer hincapié en la necesidad de formar en habilidades y en una mayor adaptación de los mecanismos de evaluación.

El año 2020 fue el de la resiliencia y de responder a la coyuntura, pero mientras no haya vacuna, muchos procesos se quedarán de esta manera por algún tiempo. La reflexión es entonces: ¿cómo pasamos de la reacción a la reestructuración sólida del proceso enseñanza/aprendizaje como lo conocemos? De algo de lo que estamos seguros es de la creciente necesidad de un empoderamiento de los estudiantes en su propio proceso, porque, aunque la pasión del profesor sea contagiosa, a veces se nos olvida que ellos también tienen familia, también pasan por las mismas circunstancias difíciles, también tienen problemas de internet y con todo eso el deber de enseñar está primero. Es fundamental que exista una responsabilidad compartida entre institución, profesor y estudiante que asegure una mejor transición a la nueva realidad en educación.

Dra. Lorena A. Palacios-Chacón, profesora de la Escuela de Negocios del Tecnológico de Monterrey (Campus Guadalajara) y el Dr. Jahir Lombana, profesor de la Universidad del Norte (Barranquilla – Colombia)

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