En la frontera sur de Estados Unidos ocurre un fenómeno tan legal como incómodo: miles de personas, en su mayoría migrantes mexicanos, cruzan semanalmente para “donar” su plasma sanguíneo a cambio de una compensación económica. No se trata de una práctica clandestina, sino de una industria legal, regulada y multimillonaria, indispensable para la producción de medicamentos esenciales. Sin embargo, su normalización plantea interrogantes jurídicas profundas: autonomía, dignidad humana y desigualdad estructural.
Desde una perspectiva estrictamente jurídica, el modelo estadounidense permite el pago por plasma bajo el argumento de la libertad contractual y la autonomía personal. Quien dona —o más bien, quien vende— lo hace voluntariamente. Sin embargo, este razonamiento se debilita cuando se incorpora el contexto social: la decisión no surge en condiciones de igualdad, sino bajo la presión de la precariedad económica, la informalidad laboral y la ausencia de seguridad social. El consentimiento, aunque formalmente válido, se vuelve materialmente cuestionable.
El derecho internacional de los derechos humanos ha advertido que la pobreza puede operar como una forma de coacción estructural. No es una amenaza directa, pero sí una fuerza que limita severamente las opciones reales de las personas. En este sentido, la venta de plasma por parte de poblaciones vulnerables se sitúa en una zona gris entre la autonomía y la explotación. El cuerpo se convierte en el último activo disponible cuando fallan todos los demás.
El contraste con el modelo mexicano es revelador. En México —como en la mayoría de los países— está prohibida la comercialización de sangre y sus componentes. El principio que subyace es claro: el cuerpo humano no debe ser objeto de lucro. Esta prohibición no es moralista, sino preventiva; busca evitar que la desigualdad económica transforme la necesidad en mercancía biológica. No obstante, la frontera vuelve porosa esta protección: lo que está vedado en el derecho interno se vuelve posible al cruzar unos metros al norte.
Este fenómeno no es aislado. Forma parte de un conjunto más amplio de lo que pueden llamarse “mercados corporales”: la gestación subrogada transnacional, la venta de datos biométricos, la explotación de imágenes corporales en plataformas digitales como OnlyFans, o incluso el comercio de cabello y óvulos. En todos estos casos, se repite el mismo patrón: la oferta proviene de sectores empobrecidos; la demanda, de mercados globales con alto poder adquisitivo; y el beneficio económico se concentra lejos del cuerpo que lo produce.
La pregunta jurídica de fondo no es si estas prácticas son legales, sino si son compatibles con una concepción sustantiva de la dignidad humana. Cuando el cuerpo se fragmenta en recursos —plasma, datos, capacidad reproductiva, etc.— el riesgo no es solo sanitario, sino político: se normaliza que ciertos cuerpos valgan más como insumo que como sujetos de derechos.
El negocio del plasma revela una falla estructural: la salud global depende, en buena medida, de la desigualdad local. Mientras no se garantice un piso mínimo de derechos sociales, la libertad contractual seguirá siendo una ficción para quienes solo pueden elegir entre vender su cuerpo o no sobrevivir. La frontera, entonces, no solo separa países; separa modelos jurídicos que, al tolerar la mercantilización del cuerpo vulnerable, terminan convirtiendo la desigualdad en mercancía.

