Internet nunca olvida” es una frase que escuchamos con frecuencia. Basta teclear un nombre en un buscador para que aparezcan fotografías, notas periodísticas o datos que quizá fueron ciertos en algún momento, pero hoy resultan irrelevantes e incluso dañinos. Ese archivo infinito de la red, que parece una virtud tecnológica, también puede convertirse en condena perpetua para las personas. De ahí surge el derecho al olvido: la posibilidad de solicitar que determinada información deje de estar disponible o, al menos, que no sea tan fácilmente accesible.

Este derecho no nació en México, sino en Europa. En 2014, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea resolvió el caso Google vs. AEPD y Mario Costeja, obligando a los buscadores a retirar enlaces con datos personales que ya no eran pertinentes ni actuales. La sentencia marcó un parteaguas: la red no podría estar por encima de la dignidad de las personas. Desde entonces, millones de europeos han pedido desindexar información bajo un criterio de proporcionalidad: no se trata de borrar la historia, sino de impedir que un error del pasado se convierta en un estigma eterno.

En México, el derecho al olvido camina entre las sombras. No existe como tal en la Constitución, pero se deja entrever en la protección a la privacidad y a los datos personales. Durante años, el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI) fue la autoridad encargada de conocer estos casos. Sin embargo, el panorama cambió radicalmente, el año pasado entró en vigor la reforma que extinguió al INAI. Hoy esas facultades dependen de un organismo subordinado al Ejecutivo.

El debate no es sencillo. Algunos políticos han intentado invocar el derecho al olvido para desaparecer noticias sobre investigaciones o acusaciones en su contra. Ahí el riesgo de abuso es evidente: borrar información de interés público sería un atentado contra la memoria democrática y contra la libertad de prensa. Por eso, este derecho no puede convertirse en un instrumento de censura.

Pero también existen casos en los que el derecho al olvido resulta legítimo: personas absueltas de delitos después de años de exposición mediática; víctimas de trata o violencia que no desean que su nombre permanezca ligado para siempre a notas periodísticas; pacientes que prefieren mantener en reserva información médica divulgada sin consentimiento. En estas situaciones, la protección de la dignidad humana pesa más que el afán de transparencia absoluta.

El gran reto para México es doble: por un lado, definir reglas claras que establezcan cuándo procede el derecho al olvido y bajo qué criterios debe resolverse la tensión con la libertad de expresión; por otro lado, garantizar que el nuevo organismo encargado tenga independencia suficiente para proteger efectivamente a la ciudadanía. Sin esa certeza, los mexicanos seguiremos atrapados en un limbo jurídico donde borrar o no borrar información dependerá más de la voluntad de las plataformas digitales que de un marco legal sólido.

La pregunta de fondo es si queremos vivir en un país donde todo quede registrado para siempre, sin importar si la información es irrelevante o desproporcionada. Si creemos en las segundas oportunidades –en la vida real y en la digital–, debemos avanzar hacia una regulación equilibrada. No se trata de reescribir la historia, sino de garantizar que un error del pasado no defina para siempre quiénes somos.

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