En la política, como en el ajedrez, no siempre gana quien mueve más piezas, sino quien logra que el adversario dude antes de mover las suyas. La llamada teoría del loco —popularizada por Richard Nixon en los años setenta, inspirada en conceptos del economista y premio Nobel Thomas C. Schelling sobre disuasión nuclear—parte de una premisa inquietante: si los demás creen que eres imprevisible, capaz de tomar decisiones extremas, estarán más dispuestos a ceder para evitar un desenlace catastrófico. Henry Kissinger, su entonces asesor de seguridad nacional, admitió que Nixon quería que Moscú pensara que estaba lo bastante “loco” como para apretar el botón nuclear si no conseguía sus objetivos en Vietnam.
Donald Trump parece haber hecho de esta teoría un eje de su estrategia política, tanto en su primer mandato como en el actual. Su estilo —abrupto, teatral y cargado de declaraciones incendiarias— no es solo temperamento; puede ser cálculo. Aranceles impuestos de un día para otro, amenazas de retirar tropas de zonas estratégicas, insultos a líderes extranjeros o promesas de acuerdos “históricos” que se evaporan en horas forman parte de un patrón: proyectar la imagen de que todo puede pasar si él está al mando.
El objetivo es claro: que rivales y aliados teman provocar reacciones fuera de control y, por tanto, se adelanten a conceder lo que de otro modo negociarían durante meses. Trump sabe que el miedo a la incertidumbre es un motor poderoso en las relaciones internacionales y comerciales. En su primer periodo, por ejemplo, amenazó con destruir por completo la economía de Turquía si no cambiaba su postura en Siria; en otro momento, anunció aranceles contra México si no frenaba la migración, sin dar realmente margen de negociación.

Sin embargo, la teoría del loco tiene un costo. En el tablero global, la reputación de un país es un activo que se construye lentamente y puede destruirse en un instante. La imprevisibilidad que hoy arranca concesiones mañana puede aislar. Nixon lo comprobó: en 1969, ordenó una alerta nuclear secreta para asustar a la Unión Soviética; lejos de ceder, Moscú midió que el riesgo era controlado y no hubo concesiones sustanciales. La aparente irracionalidad pierde fuerza cuando los rivales aprenden a leerla como táctica y no como amenaza real.
En el caso de Trump, la pregunta no es solo si la estrategia funcionará a corto plazo, sino qué quedará después. Un país que negocia desde el desconcierto puede obtener victorias puntuales, pero si ese desconcierto se vuelve costumbre, corre el riesgo de perder influencia cuando más la necesita. La línea entre el estratega imprevisible y el líder errático es delgada; una vez que se cruza, el resto del mundo deja de temer y empieza a planear cómo contenerlo.
Incluso en política interna, el método tiene sus paralelismos. No faltan casos en México donde ciertos actores —desde gobernadores hasta líderes partidistas— han buscado proyectar un carácter incontrolable para imponer condiciones, romper alianzas o evitar sanciones. El problema es que, en un sistema democrático, el desgaste de la confianza puede costar más que cualquier concesión obtenida.
Quizá la verdadera lección de la teoría del loco no es sobre cómo ganar, sino sobre cuánto cuesta ganar de esa manera. El poder, como la cordura, es más fácil perderlo que recuperarlo. Y en un mundo interdependiente, la locura calculada puede ser, paradójicamente, la forma más rápida de quedarse solo. Porque fingir estar loco puede dar ventaja… hasta que todos se convenzan de que, en realidad lo estás.