Donald Trump volvió a hacer lo que mejor sabe hacer: convertir un problema complejo en un ultimátum de tres palabras. Esta vez no habló de fentanilo ni de migración. Ahora exige agua. Y lo hizo como quien aprieta un botón de pánico: si México no entrega caudales “inmediatamente”, impondrá un arancel del 5 % a nuestras exportaciones. Un viejo Tratado, una sequía histórica y un mandatario acostumbrado al choque frontal: mala combinación para un país que depende de un 80 % de su comercio exterior con Estados Unidos.
El reclamo gira en torno al Tratado de Aguas de 1944, que durante ocho décadas ha permitido la gestión conjunta de los ríos Bravo y Colorado. México debe pagar su cuota cada ciclo de cinco años. Nada nuevo. Pero Trump sostiene que acumulamos un déficit de 865,000 acre-pies y exige que antes del 31 de diciembre entreguemos 200,000. Para dimensionar: un acre-pie equivale al consumo anual de una familia estadounidense. Es decir, pretende que México envíe agua suficiente para doscientas familias en tres semanas. El discurso es contundente; la realidad, mucho menos obediente.
El volumen exigido tendría que salir del río Conchos, en Chihuahua, una de las zonas más golpeadas por la sequía de 2025. La Boquilla, la presa más emblemática del conflicto, arrastra niveles críticos; incluso los modelos hidrológicos estadounidenses reconocen la gravedad de la sequía en la cuenca mexicana. No se trata de falta de voluntad política: es que el agua, sencillamente, no existe en los volúmenes que Trump demanda.
Y detrás de la exigencia hay un cálculo político. Al enviar más agua hacia el Bravo se afecta directamente a los productores agrícolas mexicanos y se beneficia a los del sur de Texas, quienes siguen siendo parte de la base rural que apoyó el retorno de Trump al poder. Chihuahua ya vivió este choque en 2020, cuando agricultores tomaron la presa La Boquilla para impedir la extracción. Ese episodio, que dejó un muerto, marcó al estado y exhibió cómo el conflicto hídrico puede escalar hasta niveles peligrosos. Lo resintió Javier Corral, lo utilizó César Duarte en su momento y hoy vuelve a agitarse como un fantasma de ingobernabilidad.
El dilema mexicano es crudo: si entregamos el agua, sacrificamos al campo chihuahuense y reavivamos tensiones sociales; si no la entregamos, enfrentamos un arancel del 5 % que pondría en riesgo 46,000 millones de dólares mensuales en exportaciones. Trump ya descubrió hace años que los aranceles funcionan como su navaja suiza política: sirven para presionar, castigar y marcar territorio. En 2019 lo hizo con la migración, recientemente con las medidas de seguridad y el combate al crimen organizado, y ahora lo repite con el agua. Poco importa que el Tratado tenga mecanismos bilaterales de revisión ni que la Comisión Internacional de Límites y Aguas pueda documentar la gravedad de la sequía. Para Trump, el ultimátum es el mensaje.
En este tablero incierto, México necesita una estrategia que combine técnica, diplomacia y firmeza. Todo indica que la presidenta Claudia Sheinbaum sabrá sortear la negociación, no solo para evitar un golpe comercial que afectaría a todo el país, sino para alcanzar un acuerdo que no obligue a Chihuahua a pagar los costos de una sequía que está fuera del control de cualquier gobierno.
México no puede permitir que cada decisión de Washington se convierta en un chantaje con consecuencias internas. Ni el T-MEC ni el Tratado de 1944 fueron diseñados para quedar atrapados en los impulsos de un presidente que gobierna a través de amenazas. Conviene recordar que Estados Unidos también arrastra incumplimientos ambientales y de infraestructura hídrica que forman parte del mismo marco bilateral.
La pregunta de fondo no es si México entregará agua o enfrentará aranceles. La pregunta es si permitiremos que nuestra relación comercial y de seguridad se defina por el ánimo del día en la Casa Blanca. Porque lo que está en juego no es solo un caudal. Es la capacidad de México para no convertir cada gesto de Washington en una crisis nacional.

