Pongo como título a este artículo lo que decía una pancarta de la marcha del pasado 8 de marzo en la Ciudad de México: Vivas, libres, sin miedo. Sintetiza la exigencia de miles de mujeres: no más feminicidios, no más abuso sexual, no más acoso, no más violencia.

Otros textos iban en el mismo sentido: “Para que las que están, nunca falten”, “Si mañana falto yo, préstame tu voz”. O “Somos el grito de las que ya no están”. “No queremos que nos maten” “No estamos todas” y el coro estrujante de “Ni una más, ni una más, ni una asesinada más”.

Una pancarta decía: “Disculpe las molestias, nos están matando”, acompañada del grito: “Señor, señora, no sea indiferente, están matando a las mujeres en la cara de la gente”, “Con falda o pantalón, respéteme, señor.”

Consignas multiplicadas entre miles de mujeres que se fijaron un rumbo. Era difícil escuchar una voz aislada porque se perdía en el unísono. La marcha fue construcción de comunidad, de sororidad, de acompañamiento. “No estás sola”. “Yo sí te creo”. “Mujer, escucha, esta es tu lucha”.

En la marcha se mostró la pluralidad que somos, pero, de manera muy relevante, la solidaridad intergeneracional. Las jóvenes marcaron el ritmo. Quienes las antecedimos en la vida, las seguimos en la marcha. El hartazgo y el coraje son inversamente proporcionales a la edad. Las jóvenes no van a soportar ya lo que calladas aguantaron sus abuelas. “Calladita no me veo más bonita”.

Se mezclaron todos los sentimientos. La emoción al ver la unión; la esperanza al constatar la fuerza; la tristeza por las imágenes y nombres de quienes ya no están; la ilusión de un futuro mejor.

Nunca antes, con tanta fuerza y por tantas personas sumadas, había sido cuestionado el sistema patriarcal —que no nació ayer—. “Va a caer, va a caer”, gritaban los contingentes con alegría. Y, en efecto, se ve más cerca que nunca el cambio de los roles y patrones que han mantenido a la mujer subordinada por un lado, y por el otro, en permanente riesgo frente a quienes aún creen que pueden disponer de nuestras vidas y de nuestros cuerpos como objetos desechables.

Lo que pasó en estos días no es una página a la que se le pueda dar la vuelta porque la página es del tamaño de todo México. Las marchas se replicaron en toda la República y la exigencia y conciencia es nacional. Mi percepción es que, independientemente de las nuevas políticas públicas que se vayan a adoptar a nivel municipal, estatal y federal, ya se ganó el despertar de muchísimas conciencias.

Desde la preparación de la marcha, en muchos hogares se dieron acaloradas discusiones. La mayoría de ellas terminó sacando a las abuelas —antes espectadoras— a tomar también la calle. En los días previos a la marcha, el día de la marcha y el día del paro, se rompió la armonía en varios chats familiares porque ahí ventanearon al tío o al primo, o una de las integrantes jóvenes narró experiencias de acoso o algo más en el trabajo o en la calle. Muchas madres fueron solidarias con sus hijas. En la marcha había pancartas que pedían el fin de los secretos de familia y sacar a la luz los abusos que por años, con complicidades, se han encubierto.

El cambio de actitudes yo lo veo posible si cada una de nosotras y nuestros aliados, incidimos en nuestro entorno inmediato. Una pancarta decía: “Hagamos del respeto a la mujer una costumbre”. No contar chistes machistas o misóginos; no espetar el piropo, no proferir el insulto, omitir descalificaciones por razones de género, ya serían avances significativos en la conducta cotidiana. La transformación hacia el respeto y la plena igualdad ha venido siendo paulatina pero la marcha va a ser un acelerador, un detonante. La suma de los pasos y la multiplicación de las voces del pasado domingo, más el silencio del lunes, hicieron visible el potencial que tenemos. Para mí y para muchas, renació el optimismo.


Catedrática de la UNAM.
@leticia_ bonifaz

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