Llegamos a la celebración del día de muertos después de ocho meses del primer caso de COVID detectado en México y cerca de alcanzar la cifra oficial de las 100 mil defunciones. Ha habido luto en muchos hogares y en la ofrenda aparecieron fotos de personas que, con cabal salud, brindaron por un venturoso 2020.

Las tradiciones de los primeros días de noviembre varían en las distintas regiones de México. Las más conocidas son las de Pátzcuaro en Michoacán y la de Mixquic, al sur de la Ciudad de México. Diego y Frida hicieron que las ofrendas se conocieran en el mundo, pero antes, el gran José Guadalupe Posada había inmortalizado a la catrina que, más de cien años después, sigue presente con su huesuda elegancia.

Este año, entre tanto dolor por la pandemia, sumado a los feminicidios, desapariciones y fosas clandestinas, se podría haber pensado que no iba a haber fiesta o que la fiesta sería diferente. Como medida administrativa, en casi todo México, se ordenó el cierre de los panteones para evitar contagios al ser lugares que podrían provocar altas concentraciones de personas. Si en algún momento se había sugerido no visitar a los seres queridos vivos, ahora se trataba de no visitar a los seres queridos muertos.

La medida no se cumplió en el medio indígena y rural. Al menos en la zona tojolabal de Chiapas donde ahora me encuentro. Por acá, el cempasúchil, flor tradicional del día de muertos desde los aztecas, no es la predominante. En esta región, meses antes se comienzan a sembrar margaritas en colores blanco, lila, rosa y morado que son las se llevarán a la visita al panteón. Este año, las calles aledañas al mercado se llenaron de vendedores que ofrecían su producto como si no existiera pandemia.

A diferencia de quienes creen que en México le rendimos culto a la muerte o que tenemos poco respeto por ella, me pareció más evidente que nunca que en esta zona, estas celebraciones no solo son las más importantes del año sino que es claro que estos días están destinados a honrar a los ancestros, a reunirse con ellos, a comer con ellos los productos del campo, la reciente cosecha de maíz y de calabaza, las frutas de la temporada, los dulces típicos y el pan de la región. A todo esto, se le llama “quinsanto” o “kin santo” si apelamos a la raíz maya. Son los ancestros los que nos siguen uniendo y a quienes se les guarda un amor reverencial.

La muerte en las comunidades rurales e indígenas se asume con la naturalidad de los otros ciclos de la vida, como vive y muere todo lo que crece a su alrededor. En el caso del COVID se vio, otra vez, como algo que llegó de fuera, como algo que trajo el “hombre blanco”.

“Ustedes están llamando a esta enfermedad” me dijo la señora que ofrece verduras de casa en casa. Semanas más tarde, comenzaron los contagios en su comunidad y las muertes. En muchos casos, la cura se intentó con las hierbas tradicionales. Los hospitales de la ciudad les son ajenos. Dejaron que el designio se cumpliera en sus casas, sobre todo con las personas mayores. No hubo protocolo alguno en el velorio y el entierro. Solo la tradición: lo que se ha hecho siempre.

El 2020 fue para Chiapas un buen año de lluvias y cosecha. Mal año para las familias que perdieron a sus seres queridos. A pesar de todo, en la zona tojolabal, continuó la convivencia festiva entre generaciones que celebran, año con año, poder encontrarse en distintos planos de existencia.

Catedrática de la UNAM
@leticia_bonifaz

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