Nada parece llenar el insaciable ojo presidencial. Nada parece colmar su perenne insatisfacción. De la administración pública a su cargo, a la que llama elefante reumático, no encuentra algo bueno que mencionar. Las instituciones de investigación y docencia, como el CIDE, tampoco lo complacen. Su insatisfacción es oceánica y solo los militares parecen escapar a su reprobación. En estos meses se ha dedicado a repartir certificados de denominación de origen democrática, que cada vez son más inciertos. Pone en duda las convicciones democráticas del Consejo General del INE y de los magistrados del Tribunal, como si él fuese el sacerdote supremo de los valores democráticos.

Al sistema electoral, al que no ha dejado de golpear, a pesar de que legitimó sus triunfos y organizó su consulta, le ha lanzado la maldición bíblica de no dejar piedra sobre piedra. No lo frena ni siquiera el que el vapuleado INE y el Trife son los responsables de organizar y calificar la revocación de mandato que está organizándose para su solaz y beneplácito.

Muchos años tendrán que pasar para que el veneno inoculado de la desconfianza en la administración pública y en el sistema electoral, dé paso a un crecimiento de la confianza ciudadana que permita a este país ser administrativamente más saludable.

El desapacible estado de ánimo presidencial incluye a otros poderes. Si la diatriba contra la administración pública podría tomarse como una suerte de autocrítica, arramblar con el prestigio del Poder Judicial, como lo hizo hace algunos días, y cifrar su confianza tan sólo en Arturo Zaldivar, es todavía más grave. El mandatario introduce el virus de la desconfianza que mina la credibilidad del sistema institucional diariamente. Las instituciones tienen problemas, pero tampoco creo que estén peor que en cualquier otro momento de nuestra historia.

Lo mismo ha ocurrido con el Poder Legislativo con el que ha mostrado una mezcla de impaciencia y desprecio. Lo que opinen las y los legisladores no merece el aprecio del jefe del Estado; la función legislativa se reduce a un mero acompañamiento del Presidente, debilitando también su prestigio.

Los medios, los periodistas, los intelectuales, el sector privado, las clases medias tampoco colman las aspiraciones del inquilino de Palacio. Nuestra historia se relata como una secuencia de fracasos, como un rosario de derrotas. Su disposición anímica se identifica más con la resistencia que con la convergencia y la construcción de concordia. Es una suerte de Emma de Flaubert o si se quiere, una Lila Cerullo de la novela de Ferrante. Nada le cuadra.

Este juego de minar el prestigio de las instituciones tiene tres desenlaces posibles: A) Volver al presidencialismo imperial en el que las cosas se decidan sin contrapesos. B) Que las instituciones consigan demostrar que, con sus imperfecciones, el equilibrio es mejor que el verticalismo. C) Que tanto el Presidente (que con el avance de su sexenio ve cómo su capacidad operativa disminuye) como las instituciones (por efecto de la cotidiana metralla que se lanza sobre ellas) queden socavadas. Este último escenario es el más indeseable, pero hoy parece más cercano que nunca. Todos pierden. El país es un fracaso. El Presidente parece un hombre ubicado en el centro de un remolino de pasiones que lo llevan a regatear incluso el prestigio de técnicos solventes como Gerardo Esquivel que lo han acompañado con lealtad personal, política e intelectual. El mandatario parece rodeado de un círculo cada vez más estrecho y servil que le impide dar lustre a su propia investidura, pues dirige un país del que solo le gusta la historia almibarada y con luz de neón. No encuentra nada más que lo satisfaga.

Analista político.
@leonardocurzio

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