“A la memoria de José Carral Escalante”

Si en algún tribunal ultraterreno me preguntaran: ¿Cuál es la esencia de su nacionalidad o el sentido profundo de la nación a la que pertenece?No dudaría en responder: La UNAM. Nada en ella me es ajeno, ni siquiera el equipo de fútbol que tantos sufrimientos nos ha dado. La docencia, la investigación, la difusión cultural, sus orquestas, coros, museos, edificios magníficos, colecciones soberbias, un campus que compartimos con la humanidad entera y un extraño y muy difundido sentido de pertenencia forman parte de su magia. No sabemos bien cómo se estructura el orgullo puma, pero, como decía el famoso “Credo”, hay instituciones que presentimos se parecen mucho a nuestra alma.
En sus aulas y pasillos todo me recuerda la esencia de lo mejor que este país tiene.

Recurro al trillado, pero eficaz, método de la contra fáctica e invito a imaginar ¿qué sería México sin la UNAM? No puedo evitar suponer, en la licencia imaginativa, que tal vez su alma gemela (el IPN) tampoco existiría o por lo menos no con el vigor y fuerza con la que la sana competencia y ánimo de superación simétrica han construido estos dos pilares de la educación superior.

Me cuesta también imaginar lo que este país sería sin la pátina civilizadora que la UNAM le ha impreso. Sé que no son tiempos propicios para hacer comparaciones y menos para glorificar lo propio (ciertamente es de dudoso gusto), pero México sería poco más que una República espiritualmente más frágil, que andaría por la vida contando una historia victimista para justificar sus limitaciones y carencias.

La UNAM le ha dado a este país mucho más que una estructura científica y la formación de millones de cuadros que resplandecen con méritos propios y profesores como Vicente Magdaleno, Rolando Cordera o Rodríguez Araujo o eruditos deslumbrantes como Ernesto de la Peña, quien algún día me dijo que en el cuarto semestre de Letras Clásicas los estudiantes, en su tiempo, leían con fluidez en latín y griego antiguo.

La Universidad ha permitido que este país tenga (incluso antes de que el gobierno lo pensara) algo parecido a una Secretaría de Cultura que ofreciera teatro, danza, música, lengua, literatura, teatro clásico. Una Universidad donde Mariapia Lamberti enseña Dante y donde mi madre dirigía coros estudiantiles. ¿Qué les puedo decir? La UNAM además de la esencia de mi patria es mi vida personal y familiar.

En la construcción de esta institución vigorosa, el papel de la Fundación UNAM ha sido clave. Múltiples testimonios demuestran su generosa y creativa aportación. Otro elemento fundamental es la autonomía, que es libertad de cátedra e investigación, una condición que propicia pluralidad y choque creativo que se expresa en seminarios y mesas redondas particularmente activos en estos tiempos en los que alguien suponía que nada se hacía. La Universidad requiere autonomía, aunque esa afirmación ontológica les parezca un insulto a quienes suponen que todo ha de someterse a su voluntad o que son el referente de la creación humana. La UNAM nos demuestra, con grandeza y humildad, valga la paradoja, que las instituciones no le pertenecen a nadie y que la autonomía, igual que la libertad y la dignidad, son de quienes las ejercen.

Un último argumento para explicar por qué la UNAM se ubica entre las mejores universidades del mundo y es un canal eficaz y acreditado de movilidad social (es decir, todo estudiante que entra a sus aulas tiene una promesa fundada de mejorar su capital académico y moverse, dentro de los complicados conductos del progreso social mexicano, en una trayectoria ascendente) sólo puede explicarse por la forma de gobierno.

La UNAM, en la década de los 70, vivió un acoso político y bien haríamos en consultar a don Pablo González Casanova sobre los riesgos de una Universidad populista. La democracia tiene muchos valores, pero no puede aplicar su regla de oro (la función mayoritaria) a todos los ámbitos de la actividad humana, pues las mayorías que tienen derecho a integrar gobiernos y conseguir representación nacional no son eficaces para garantizar derechos de minorías o gobernar una institución meritocrática. El igualitarismo, tan benigno para formar naciones libres, es peligroso y arrogante cuando se le traslada a otros espacios. Aunque se tenga una conciencia muy alta de uno mismo, no se puede decretar que soy tan buen chelista como el maestro Prieto o que nuestra pluma compite con la del maestro Pacheco. La mediación de la Junta de Gobierno garantiza, aunque no sea perfecta, el sentir de una comunidad con el mérito y la idoneidad. Todos los directivos de la UNAM y a fortiori los sucesivos rectores son gente respetada en sus comunidades, y por tanto (salvo algunas excepciones), son comunidades gobernables y funcionales. Los directores de nuestras escuelas, facultades e institutos y centros y, por supuesto el rector, son referentes nacionales en sus disciplinas. No hay forma de negar que sin pasar por el mecanismo de votación universal tienen representación y han garantizado continuidad y estabilidad. Me parece una pésima idea revisar, en aras de un ánimo injerencista, la forma de gobierno que ha permitido a la UNAM ser lo que es, mientras que, tristemente, otras universidades del país no pueden ofrecer a sus estudiantes diplomas que les garanticen movilidad social ni, por supuesto, orgullo, sentido de pertenencia.

Larga vida, pues, a la Universidad de la nación.

Investigador del Centro de Investigaciones Sobre América del Norte

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