A pesar de que los números les son favorables (68% de aprobación según la encuesta de Buendía) y que ha conseguido importantes muestras de apoyo, como la recepción que tuvo en Washington y la presencia de los principales empresarios en Palacio, al Presidente se le ve y se le siente fuera de tono.

No es usual que, con una inexplicable frialdad, haya decidido descarrilar la candidatura de Arturo Herrera al Banxico; algo muy grave debió ocurrir para proceder de una manera tan desconsiderada con quien había sido ponderado como un funcionario leal y competente. Las formas en que se trata a los subordinados dicen mucho del ánimo del jefe del Estado. Nunca es bueno humillar. Nada es constante y si el poderoso decide pisotear una carrera por un exabrupto, puede, en un futuro, ser una adversidad y a la larga, una crueldad inútil. El mensaje para su gabinete es prístino: no hay espacio para la autonomía ni márgenes de maniobra no autorizados. Se acabaron las concesiones que tenían “los hombres libres con criterio propio” (como se refirió el mandatario a Jiménez Espriú) y ahora no hay más voz o versión autorizada que lo que el Presidente diga. Eso va también para las llamadas corcholatas.

El polémico acuerdo va en el mismo sentido. Los propios secretarios conceden que nadie usará su autonomía secretarial o sus funciones técnicas para entorpecer lo que el Presidente decida. La Secretaría de Medio Ambiente, que ya era un cero a la izquierda, ahora lo será con mayor razón, porque se inhibe voluntariamente durante el plazo del acuerdo. Lo mismo ocurre con las otras Secretarías que tienen capacidad normativa como la de la Función Pública y la de Desarrollo Territorial. El Presidente instruye a sus secretarios a la inacción. Casi mejor que les dé un sabático. Existe un precedente documentado de la impaciencia presidencial con los procedimientos administrativos y legales que nos ayuda a entender su ánimo. Cuando Jaime Cárdenas renunció al otrora cacareado Instituto para devolver al pueblo lo robado, el mandatario explicó que le irritaba que, para proceder, se invocaran leyes y reglamentos, cosa que para el gusto de AMLO eran florituras burocráticas. Ya no habrá secretario que se atreva a decir “esta boca es mía” o pensar en que un interés legítimo que no sea el del Gobierno puede estar siendo conculcado. Es el mensaje de alguien que ha perdido el temple.

Más allá de las implicaciones que tiene en materia de opacidad, el acuerdo inquieta por un razonamiento compartido por sus propagandistas y es que el bodrio es una forma “astuta” de impedir una maniobra jurídica que obstruyera sus proyectos. ¿Desde qué plataforma democrática se puede considerar “astuto” privar a un ciudadano de sus derechos, aunque sea un enemigo político? Por esa vía, al rato se legitimará la censura porque alguien iba a escribir algo en contra del Gobierno y “astutamente” lo mandaron callar. El razonamiento es atroz y aterrador, pues imaginar que a través de una intercepción telefónica escucharon a un ciudadano concertar con otro que iban a interponer un recurso legal y por la vía de un decreto se intenta conculcar ese derecho, es un lenguaje que avergonzaría a cualquier demócrata, pues recuerda la esencia de aquello que convirtió a López Obrador en una figura nacional, el uso de las normas legales para avasallar los derechos de los enemigos políticos: el desafuero. ¿Cuál será el tamaño de la desesperación presidencial que se recurre a instrumentos que, sugeridos por otros, le resultarían esencialmente odiosos?

Analista político.
@leonardocurzio

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