Una de las innovaciones de la estrategia de seguridad del gobierno de López Obrador fue la creciente utilización de la Unidad de Inteligencia Financiera para erosionar el poder de las organizaciones criminales. De hecho, el gobierno arrancó dando a la UIF una inusitada fuerza. Santiago Nieto, quien con regularidad daba a conocer avances de expedientes tan complejos como el seguimiento del Cártel Jalisco Nueva Generación y la operación “Agave Azul” en conjunción con el Tesoro de los Estados Unidos, era una figura habitual en la escena pública y anunciaba datos. Solamente en 2019 se bloquearon 16,000 millones de pesos, de los cuales sólo 706 se mantuvieron bajo resguardo después de ofrecer la garantía de audiencia y desahogar los juicios de amparo.

Nunca estuvo del todo exenta (la Unidad) de un sesgo político, pero el mensaje que envió el gobierno al nombrar a Pablo Gómez como relevo de Nieto era que sus baterías se enfocarían en desmontar el “estado profundo” y corrupto que en el imaginario oficial controlaba la maquinaria de la corrupción y sometía a las instituciones democráticas y legales.

No era fácil pensar que el Departamento del Tesoro (pieza clave para el funcionamiento de la Unidad por la información que comparte) confiara en un antiguo cuadro comunista que alteraba las prioridades iniciales de la UIF, pero, más allá de las reservas de los vecinos, la UIF tiene mucho material para trabajar. Con buena parte de la información que el sistema financiero le remite, Pablo Gómez tendría bastante material para debilitar o erosionar el vínculo político criminal.

La información disponible permite concluir que estamos ante un acto fallido. A la voluntad no ha correspondido una acción eficaz. De los 39,000 millones que la Unidad ha ordenado bloquear, como medida cautelar, ¡el 90% de ese monto ha sido recuperado en tribunales a través de amparos!

El porcentaje de bateo es bajísimo y eso nos lleva a dos consideraciones no excluyentes. La primera es la necesidad de que el Estado mexicano replantee su estrategia de seguridad y se haga cargo de la necesidad de que trabajen de manera conjunta la rama ejecutiva, las policías y los jueces para que los expedientes queden bien estructurados (Baltasar Garzón escribió un libro notable sobre el tema). Alinear las capacidades del Estado es una prioridad que claramente esta administración no ha tenido, porque pasan más tiempo culpando a los demás de por qué no ocurren las cosas que intentando mejorarlas.

La segunda se explica por sí misma y es que el gobierno las pierde casi todas en los tribunales, seguramente porque la confección de los expedientes y la dedicación de los abogados oficiales es limitada y probablemente desganada. Si la defensa de los intereses públicos se hace con la falta de cuidado en el procedimiento (como han actuado las bancadas de la mayoría en confeccionar una legislación como el Plan B), no sorprende que los jueces les den palo. Son auténticas chapuzas, trabajos de pasantes astutos (vivales) que meten un ensayo final para ver si cuela la trampa y se le va al profesor. No es un trabajo organizado, pulcro coordinado y, por lo tanto, es un intento más que se estrella en el muro de las lamentaciones, de las que este gobierno se ha convertido en el sumo sacerdote.

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