La estrategia de seguridad de Trump define las líneas que los Estados Unidos pretenden construir para sentirse seguros. La primera es asegurar que el hemisferio occidental, entiéndase el continente americano, esté razonablemente bien gobernado y se mantenga estable. Aspira a que los gobiernos de la región cooperen con Washington en la lucha contra las organizaciones criminales.
En segunda instancia, se plantea que el continente no tenga la injerencia de países hostiles en sectores clave, como la economía digital y la preservación de las cadenas de suministro, así como el aseguramiento de instalaciones y emplazamientos estratégicos para el despliegue de la política exterior y de defensa norteamericana. En otras palabras, volvemos a la doctrina de la seguridad nacional, en este caso modernizada con lo que pomposamente se llama “el corolario de Trump a la doctrina Monroe”.
Piden, por supuesto, derecho de navegación, pero en sentido estricto, además de estabilidad y libertad de movimiento por el Canal de Panamá, que es ciertamente una constante en la forma de ver el mapa, se manda un mensaje a Perú y a todos los países que se han adherido a la Ruta de la Seda, el gran paraguas chino para edificar infraestructura.
En otras palabras, los Estados Unidos esperan que la edificación de infraestructura y la economía digital sean provistas por compañías norteamericanas. Esta formulación supone que no se admitirá el argumento del precio bajo. Comprarlo a compañías asiáticas es más barato, pero la primera lógica de la seguridad nacional es que no importa el costo en el que se incurra si eso provee garantías de seguridad a la potencia. Costos adicionales, pues, a las maltrechas economías de la región.
EU alega que se sentirá seguro si la región reordena sus prioridades comerciales y de inversiones, cosa que afectará al continente en su totalidad, especialmente a los países de América del Sur que ya tienen como socio principal a China.
La forma en que proyecta poder, inevitablemente, recuerda a la Guerra Fría y la percepción de que un poder extracontinental avance indebidamente en detrimento de los intereses norteamericanos, hace resurgir los viejos fantasmas del enemigo interno y de los excesos que provocó en muchos países.
Habrá que cuantificar el costo que implica para las maltrechas economías latinoamericanas prescindir del componente chino o hacerlo todavía más costoso. Según la OCDE, este año tendrá AL un crecimiento moderado. Brasil crecerá en 2025 2,4%; 1,7% en 2026 y 2,2% en 2027. Argentina experimentará una recuperación del 4,2% este año y 3% y 3,9% en los dos siguientes. Colombia con un magnífico promedio de 2,8% para el trienio. Al final de la lista aparece México, que es de los países latinoamericanos el que menos crecerá, medio punto este año y entre 1,2% y 1,7% en los dos que vienen.
El año próximo podremos empezar a aquilatar el impacto de esta sustitución de importaciones y la nueva política comercial del Tío Sam que los Estados Unidos, por la vía de los hechos, han impuesto a México como precondición para que siga vigente el Tratado de Libre Comercio con EU. Es previsible que las funciones punitivas de los aranceles vayan respaldando sus intereses de forma unilateral y cada vez menos considerada.
Habrá que acostumbrarse a la injerencia política de la potencia en los procesos políticos que vienen, empezando por Colombia, pues el gobierno de Petro ha sido ubicado en la lista negra.
México seguirá jugando con ese pragmatismo que ha caracterizado la gestión de la relación con EU. Continuaremos, pues, en la órbita de convertirnos en el proveedor y consumidor número uno de ese país.
¡Feliz Año Nuevo!

