De las prendas indudables del Presidente, está su conocimiento de la historia. Aníbal Gutiérrez y un servidor hemos preparado un libro sobre el mandatario que pronto verá la luz; hemos revisado su bibliografía y rezuma una cultura histórica nacional y que supera, con amplitud, al promedio de la clase política. Su larga alocución (espontáneamente sembrada) en una reciente mañanera para hablar de Venustiano Carranza fue una verdadera lección. Con brillantez pasaba las páginas de la historia y nadaba en el conocimiento recordando el momento en el que Maytorena había condenado a Huerta. No hay manera de regatearle las horas de estudio y profundización.

Lo sorprendente es que tanta sabiduría se combine con una estructura interpretativa tan rígida. Al leer sus libros y oír sus discursos, tanto del historiador como del político, se diría que la historia se mueve de forma previsible. Su habilidad para analizar coyunturas y su conocimiento de la relación entre medios y poder, contrasta con lo mecánico de su concepción. La noción presidencial de la historia es una noria que da vueltas incesantes; cree que la historia se repite y, por tanto, niega especificidad a cada una de las etapas. Tiende, con cierto desparpajo, a extrapolar experiencias. Si se lee su obra magna sobre la historia en El poder en el trópico se verá que la historia patria (y la tabasqueña) son cursos y recursos entre un pueblo bueno que se quiere liberar y una minoría rapaz que, con astutas artimañas y mecanismos casi idénticos, hace permanente su dominación.

Se diría que es una historia como mecanismo de relojería que gira para llegar siempre al mismo lugar. Y se pregunta, como el poeta, ¿de dónde saldrá el martillo verdugo de esa cadena? Naturalmente él salta como el gran transformador, lo cual, en política es válido y, hasta ahora, muy funcional para su causa. Ha conseguido convencer a la mayoría de que, gracias a él, las cosas van a cambiar, porque hay voluntad y él por voluntad, no para. Lo que contamina tanta cultura histórica no es el vigor del político que, por supuesto, por instrumentalizar, es capaz de cualquier alteración de la historia para poner los hechos a su favor. Lo que perturba es su capacidad de ponerse en los zapatos de otros presidentes y emular a veces a Juárez, otras a Lerdo y muchas a Madero.

Entiendo y disfruto que él juegue a ponerse en su lugar, pero es risible que se compare con Madero. Lo del golpe blando, por ejemplo, suena más a curarse en salud por los malos resultados, que porque verdaderamente se esté gestando algún golpe creíble. Si un comentario de Pedro Ferriz pone a temblar al Estado ahora recuerdo lo que Pedro decía de Videgaray y Peña Nieto y nadie suponía que los iba a derrocar con una asonada.

Pretender que está aislado a merced de los críticos es, de verdad, pasarse por la entrepierna todo el poder mediático que tiene un Presidente que transmite por los medios públicos dos horas diarias de su mensaje y que tiene una capacidad extraordinaria de amplificarlo en los privados. Compararse con Madero es como si Goliat jugara a ser Pulgarcito. Tenemos al Presidente más poderoso de los últimos años y supongo que su deber es usar ese poder no para hacerse la víctima o tratar de cambiar las reglas del juego, sino para cambiar la vida de la gente. Tenemos también al mandatario que más conoce la historia y sabe bien que el juicio de la gente sobre su desempeño será proporcional a la autoridad que le ha sido delegada. En términos de circunstancia, la de López Obrador se parece mucho más a la que tuvo López Portillo que la de Madero, Lerdo o Juárez.

Analista político. @leonardocurzio

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