Al inicio del sexenio escribí, en este espacio, que el triunfo de AMLO del 2018 y la forma en que se dio, implicaba tres elementos benéficos para México:

1) La consolidación de la democracia al completar el ciclo de alternancias.

2) La izquierda perdería la inocencia y tendría la responsabilidad de gobernar con sentido de Estado y realidad.

3) Que el país se curaría de simplonerías y asumiría que, para mejorar la productividad, distribuir mejor la riqueza, procurar seguridad y reducir los homicidios, hace falta algo más que voluntad política.

Varios años después opino lo mismo. Un AMLO con apoyo parlamentario mayoritario en dos legislaturas, no tiene espacio para no rendir cuentas ante el tribunal de la historia sobre el capital político que tuvo en sus manos. Aunque le guste emular a Madero, este sexenio se parece más (por el poder del Ejecutivo y la incondicionalidad de su bancada) a los de LEA y JLP. Con ese prisma será juzgado por la posteridad. Pero más allá de la forma como se redactará en los libros su capítulo sexenal, el país habrá hecho un aprendizaje colectivo muy valioso: no hay atajos para la prosperidad y la seguridad y, como todas las naciones que han dejado el subdesarrollo atrás, resulta imperioso mejorar la calidad institucional del país y dotar de racionalidad a las decisiones públicas para salir del bucle del bajo crecimiento, mala distribución y pésimos servicios. No es un tema de liturgia, es un asunto de administración pública.

La consulta es un capítulo importante en este proceso de aprendizaje democrático al ofrecer, por un lado, una prueba de los límites de un programa político empeñado en aplicarse sin pruebas y aun contra ellas. La consulta, mal planteada, se hizo porque el Presidente la requirió. Nada más. No se hizo un esfuerzo por prestigiar el ejercicio. Y, por el otro, satisface la función catártica de AMLO de imponerse al Legislativo, al Judicial y a la sociedad completa y haber realizado una consulta que deja al país igual. La única ventaja del ejercicio es que el jefe del Ejecutivo habrá llevado al altar de los sacrificios a sus enemigos políticos, incluido al INE. Él puede decirse satisfecho, pues cumplió una de sus promesas y jamás va a reconocer que fue una pregunta mal planteada. Aniquilar moralmente a sus predecesores es su laurel, no dar un paso adelante en la democracia participativa. El mandatario vive obsesionado por borrar cualquier mérito previo. El ejercicio de ayer cumplirá, pues, la función de decir que millones de mexicanos repudiaron a los expresidentes. El Presidente sabe bien que, matando a los reyes precedentes, el rey sedente corre el mismo riesgo. Toda la política se hará en su contra y el impulso de las nuevas corrientes será desmantelar su legado: el eterno Sísifo mexicano.

Después de echar culpas a diestra y siniestra, como es su costumbre, espero que la catarsis del sumo sacerdote de la 4T sea de tal manera liberadora, que podamos imaginar que, además de escribir libros sobre lo que va a ser su sexenio, se decida a invertir el capital que le queda en ocuparse de tres asuntos que puedan cambiar la vida de los millones. 1) trabajar con seriedad en la modernización de nuestro sistema educativo, 2) la revitalización de la infraestructura y —como dijera con cierta dureza el Almirante Secretario— 3) pongamos los cimientos de una administración pública medianamente funcional y honorable.

Analista político.
@leonardocurzio

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