Uno de los proyectos editoriales más importantes de los últimos años es la revista Este País. Se trata de una aventura intelectual que nace sin voluntad de confrontar y no se nutre de un proyecto encaminado a crear capillas o constituirse en un grupo de interés. Fue más bien una comunidad epistémica.

En su origen participaron (bajo el liderazgo de Federico Reyes Heroles) gente que proviene de playas ideológicas tan diversas como Carlos Payán y Luis Rubio; Carlos Monsiváis y Lorenzo Meyer. En tres décadas, el valor de los trabajos publicados ha sido apreciado por lectores de muy diversos grupos. Textos de Aguayo, Bartra, Basáñez, Sáenz, Suárez Dávila y Silva Herzog han nutrido sus páginas. Pero vista en retrospectiva, la aportación más importante de Este País a la formación de una ciudadanía mejor informada y una conversación pública mejor vertebrada, fue salir de una cultura basada en lo cualtitativo y lo intiutivo que tuvo impulso brillante y otro opaco y tóxico.

Empiezo por lo que que tuvo más brillo: el desarrollo del ensayo como género articulador del debate nacional. México ha discutido su circunstancia a partir de ensayos potentes y clarividentes como los de Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Samuel Ramos, Daniel Cosío Villegas y Octavio Paz. La gravitación de estos titanes del pensamiento ha llevado a generaciones completas a entronizar el cánon ensayístico, que los antes mencionados cultivaron con excelencia, como el dominante. En las Ciencias Sociales se cultivó también el modelo cualitativo y nuestra historia ha estado más dominada por grandes ensayos de interpretación que por demografía histórica o un trabajo de archivo acucioso. Nos habíamos olvidado de los números y reconstruimos el ser nacional y el pasado con una lógica impresionista. Sigue siendo común que en las obras de historia se hable del millón de muertos de la revolución sin que nadie tenga claro a qué responde tan descomunal número, sí a la pandemia de la llamada influenza española o a la barbarie de nuestros abuelos que decidieron matarse a mansalva antes de que existiesen las guerras industriales. No nos gustaba tampoco tener encuestas de opinión política, ni auscultar los valores y las actitudes de los mexicanos de distintas latitudes. Era otro tiempo.

Si el ensayo fue la parte brillante, el impresionismo nacional y la autocomplacencia fueron la cara deformada de una realidad nacional que se empeñó en negarse. Durante años repetíamos que éramos una sociedad casi ejemplar, que no éramos xenófobos y que el antinorteamericanismo estaba a flor de piel y que el racismo y la violencia eran temas que sitiaban la vida de los vecinos, pero que a nosotros nos resultaban ajenos y distantes. Con la publicación del número 1 de Este País nos percatamos que los Estados Unidos, lejos de ser una fuente permanente de odio de un decimonónico nacionalismo, eran vistos como la Atenas de las élites ilustradas, Las Vegas de las apetentes clases medias y la tierra prometida para millones de desposeídos que entonces (y ahora) ganan jornales de hambre en una patria que pasa más tiempo entonando un discurso nacionalista y pomposo que creando condiciones de prosperidad. Aprender a medir nos ayudó a descubrirnos y esa es la gran aportación de Este País. Una aventura intelectual y cultural que nació con ánimo de enriquecer y modernizar la deliberación pública sin una visión que empujara a la confrontación. Esa fue su gestadora disposición intelectual: conocer la verdad a partir de los datos comprobables. Fue un cambio civilizatorio. En muchos sentidos es un tardío siglo de las luces en un país acostumbrado a hablar de sí mismo con el filtro del impresionismo. Este país (en este caso México) le debe mucho a la revista que hoy, 30 años después, podemos decir que es uno de los grandes proyectos intelectuales de las últimas décadas. Larga vida.

Analista.
@leonardocurzio

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