El discurso del pasado 19 de febrero no fue laudatorio, a pesar de las múltiples frases amables que se colaron en él. Tampoco podemos decir que fue protocolario. Fue un texto que debe leerse como pretexto y como contexto de lo que han sido las relaciones del Presidente con los militares.

El pretexto fue el Día del Ejército y sirvió para que, fiel a su estilo, el primer mandatario se elevara como el gran historiador de la nación y el baremo con el cual se miden todas las cosas en estos tiempos. En unas cuantas frases, decidió emprender, cual fiscal que pondera errores y aciertos, lo que ponía en cada una de las columnas. Habló del Ejército del cardenismo y toda la parte de la historia que le resulta grata y después, sin cortapisas, habló de los temas espinosos y decidió romper tabúes. Se refirió a la historia aludiendo al 68, Huitzilac  y de manera bastante confusa insertó también el combate al narcotráfico.

Al final, cual Salomón reencarnado, decidió dar la absolución al Ejército y decir que cuando éste se alejó del camino del recto proceder, lo hizo por desviaciones presidenciales y, por tanto, los liberó de responsabilidad. A  renglón seguido, decidió recurrir a los célebres enemigos a modo; en este caso habló de sirenas  que invitan a la deslealtad y al golpismo y felicitó a un Ejército (que no ha un dado golpe de Estado en sus 107 años de existencia) por algo que todos los meses de febrero han refrendado todos los presidentes desde Madero hasta López Obrador y es su lealtad inquebrantable al poder civil. No está mal como trayectoria institucional, pero la mención presidencial parecía más movida por el discurso del general Gaytán, que por cualquier otra lectura más profunda y aguda de lo que este país le debe al Ejército.

Al Presidente no le gustan las voces críticas de quienes han servido al Estado y por eso no escondió su molestia con Liébano Sáenz o el general Gaytán, quien abrió un espacio al escepticismo para al final refrendar su lealtad al secretario Sandoval. Al jefe del Ejecutivo, según los tradicionales rituales del presidencialismo, no le gusta que se hable desde ninguna tribuna que signifique un sexenio anterior. Él pertenece a esa cultura política y ha demostrado ser muy celoso de la misma.

En el contexto más amplio en el que me parece importante leer el juicio y la absolución presidencial es en el de su confesa voluntad de desaparecer al Ejército. En una famosa entrevista en La Jornada, ya en su condición constitucional actual, dijo que, si por él fuera, disolvería al Ejército. Parecía quejarse diciendo que las restricciones (supongo que pensaba en la Constitución) le impedían proceder a disolver al Ejército que le fue leal a Madero y a todos sus sucesores.

Un Presidente que mandó, de inicio, un mensaje no hospitalario a las Fuerzas Armadas, señalando que él no quería ser custodiado por ellas y en vez de adelgazar hasta sus últimas proporciones al Estado Mayor, decidió ritualmente decapitarlo para que no hubiese duda. Con su habitual insistencia, sugirió que unos cuantos graduados universitarios podían hacer esa labor a la que claramente minimizaba. Con el discurso del pasado miércoles, supongo que, después de muchas tribulaciones, pero sobre todo después de constatar que el Ejército es un brazo de la administración pública, leal profesional y funcional que, hoy por hoy, es su más cercano colaborador, el Presidente decidió absolverlo. Espero que la idea de desaparecer el Ejército se haya desvanecido totalmente del imaginario presidencial.

Analista político.
@leonardocurzio

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