Todas las sociedades tienen una relación particular con la línea de tiempo. Algunas miran al pasado en busca de inspiración y consuelo, otras miran, con confianza y optimismo, al futuro para orientar su acción.

Casi todas las sociedades tienen mitos de origen que explican de dónde vienen y los glorifican a través de ceremonias y ritos. Algunas llegan hasta la suprema arrogancia de creer que siempre han estado ahí (China). Menos sociedades tienen, sin embargo, mitos de destino que movilicen la energía nacional, como si su destino estuviese en el cielo, escrito por el mismísimo dedo de Dios, por parafrasear nuestro himno.

Ver el futuro con optimismo depende no del destino ni de la caligrafía divina, sino del propio desempeño. Como lo señaló Huntington, los países adquieren mayor confianza en sí mismos y en su futuro cuando tienen buenos resultados en lo económico, en lo deportivo o en lo científico (“El choque de civilizaciones”). Todas las comunidades se empoderan cuando descubren que su aportación a la comunidad global es admirada por otros y se convierten en un referente. Muy interesante también es el libro de Amin Maalouf (galardonado en la FIL) que describe la forma en que los asiáticos empezaron a ver el mundo después de la victoria de los japoneses sobre los rusos (“El laberinto de los extraviados”). El éxito en una empresa militar demostró a los japoneses que no estaba escrito en ninguna parte que eran los derrotados de la historia, que el futuro se podía construir de otra manera. Los japoneses, chinos y escandinavos pueden ver el futuro con mayor optimismo que América Latina, porque todo mundo los ve como países altamente civilizados. Hay otros, como Singapur, cuyo presidente nos visitó recientemente, que hablan con orgullo y confianza de su presente y futuro porque en dos generaciones cambiaron el sentido de su historicidad, es decir, de la capacidad de producirse a ellos mismos.

En México el peso del pasado es enorme porque cada vez cuesta más argumentar que somos un país que inspira algo más que una historia cargada de capítulos brillantes, hoy reprocesados de manera pintoresca y folklórica. El sistema político, en vías de autocratizarse, ha dejado de ser un referente, si es que alguna vez lo fue. Nuestro desempeño económico es mediocre y los grandes nudos que impiden el avance de la productividad siguen sin desatarse. Tampoco tenemos grandes éxitos en materia de innovación y por supuesto no hablaré del deporte, del que hace mucho que no tenemos algo más que algunas glorias aisladas. La confianza para ver el futuro está directamente vinculada a un presente que claramente nos ubica en una inercia burocrática que impide a este país desplegar todo su potencial. Ni la concentración de poder sin un proyecto modernizador, ni las fotos de la cúpula política con los magnates de este país o las plazas llenas de las huestes del partidazo, sugieren nada nuevo: todo es inercia y reproducción de formas ya muy vistas.

No es sorprendente, por tanto, que el expresidente con su libro “Grandeza” construya un discurso reduccionista. Buscar orgullo a partir de un pasado glorioso es una apuesta fácil, pero corta. La grandeza no se construye con mitos y leyendas; depende de la renovación de las estructuras sociales y las mentalidades. Lo que hace AMLO es ofrecer una historia que recrea el mito de la irresponsabilidad histórica de la propia condición, al sugerir que todo lo que nos ha ocurrido es culpa de extranjeros desalmados que nos expulsaron del paraíso original.

Analista. @leonardocurzio

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