El gobierno acaba de anotarse un tanto en materia de combate a la corrupción. La nueva clasificación de Transparencia Internacional consigna un ligero avance en ese ámbito. Un tanto que, sin embargo, merece ser ponderado apropiadamente para calibrar los esfuerzos que se deben hacer si el Presidente realmente quiere marcar un punto de inflexión.

El combate a la corrupción ha sido el eje discursivo más potente de AMLO. Esa línea de comunicación ha propiciado esa mejora relativa en la percepción. Pero si lo vemos desde otro ángulo, el resultado es más bien marginal. Que toda la retórica de la 4T haya dado un cambio de tan pocos grados en la percepción de la corrupción, denota que, de continuar por esta vía, habrá avances incrementales al finalizar el sexenio.

El cambio de percepciones es más fuerte en el arranque de un gobierno y más en éste que tuvo un carácter espectacular. López Obrador marca el cambio de tendencia con un discurso machacón y creíble, pero si en dos años no ha logrado modificar radicalmente la percepción, el periodo de gracia se va desgastando con el tiempo. Hace falta algo más, si este gobierno quiere dejar huella.

¿Qué podría hacer en estas circunstancias? A mi juicio, puede abrevar en dos experiencias. La primera es su propia historia como gobernante. Su paso por la Jefatura de gobierno de la Ciudad de México dejó un balance precario en materia de mejora administrativa y reducción de la corrupción. La CDMX sigue siendo presa de una administración complicada, marrullera, llena de pliegues y trámites; una ciudad proclive al contubernio con desarrolladores inmobiliarios y malos manejos en el uso del suelo, incapaz de controlar licencias de construcción o dotar de placas a los taxis. AMLO puede presumir de sus proclamas de austeridad personal e incluso que quitaba contratos a quién le caía mal y los asignaba, de forma digital, a quien consideraba cercano, lo cual generó incertidumbre sobre las reglas y favorecía las componendas. Combatió al Instituto de Transparencia con argumentos que desempolva 20 años después para atacar al Inai. Su gobierno, sin embargo, no legó una ciudad administrativamente más ágil y una cultura de la integridad. Espero que no haga lo mismo con el país. La ciudad es su espejo retrovisor.

El segundo es la experiencia de los países latinoamericanos. El argumento simplón de que los latinos somos corruptos por herencia es cada vez más patético. Chile, Uruguay y Costa Rica nos demuestran que el camino para la modernización de la administración pasa por cambios institucionales sólidos y duraderos, burocracias profesionales, instituciones impersonales, reglas estables y leyes de obras y contratos no elaboradas para beneficiar a los amigos o parientes. De nada sirve que el Presidente revoque los contratos de Felipa o de su compadre de la industria del papel, si pudieron obtenerlos de una manera cuya revocación los condena como inmorales.

El discurso presidencial sobre la corrupción ya dio lo que tenía que dar como lema. Ahora (si quiere una transformación de fondo) debe renunciar a desmontar los órganos autónomos y adoptar mejores prácticas. El mandatario cuenta, para auxiliarlo, con centros de reflexión como Transparencia Mexicana, el CIDE, México Evalúa, el IMCO y Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad, que le proveen de líneas de modernización para dar contenido y cursos de acción en la retórica anticorrupción. ¿Los querrá escuchar? El discurso, como elemento movilizador y transformador de las percepciones ha dado ya sus frutos; si se quiere algo más, tendrán que hacer algo más.

Analista político.
@leonardocurzio