En un libro reciente, coordinado por Emilio Lamo, se nos propone revisar la diferencia entre memoria e historia y a deconstruir nuestras categorías de análisis del pasado. Apasionante. La propuesta, en sintesis, es separar la reconstrucción política del pasado y hacer un esfuerzo por mirarlo con nuevas lentes y nuevos datos. Olvidarnos de un juicio moral bizco que quiere traer ciertas responsabilidades al presente y pasar por alto otras. ¿A quien pedir que se disculpe por las guerras floridas?

El nuestro es un país que tiene una historia milenaria y, sin embargo, tiene un conocimiento superficial de su historia antigua. La enseñanza de la historia ha propendido a forjar una memoria (casi biblica) en la que se entrelaza el victimismo con un heroísmo quijotesco. Tenemos en agosto los 500 años de la caída de Tenochtitlan y vale la pena recordar, en clave autocrítica, lo poco que sabemos de la historia de la orgullosa capital de los aztecas. La narrativa oficial nos ha privado de conocer el periodo previo al 1521. En los libros de texto no se detalla, como si fuese una historia oscura, irreconstruible por profesionales y no apta para las mayorías. El pasado prehispánico convive difusamente entre el mito y la nostalgia de un mundo que nos resulta arcano y sugerente, pero nunca estudiado de la misma forma en que leemos la historia de occidente o de Mexico tras la caída de Tenochtitlán.

La construcción de la memoria, que los regímenes revolucionarios universalizaron, marca una especie de choque cósmico para explicar el ocaso del imperio azteca. Un mundo idílico fue derrumbado por “el imperio del mal”. Pero es muy probable, como sabemos hoy, que las discordias intestinas expliquen mejor por qué el imperio de Moctezuma cayó como un castillo de naipes.

Las tentaciones políticas para instrumentar la efeméride son obvias y la inercia interpretativa colosal, sin embargo, creo que debemos ver nuestra historia con un nuevo prisma y más rigor. El uso de la memoria para propósitos políticos es tan viejo como los clásicos. Roma se fundó con los mitos de la Troya refundada por la proteica hazaña de Eneas. Cada pueblo ha explicado su propia condición buscando viejos agravios que sirvan para fomentar el sentido de pertenencia. Alemania reconstruyó el nazismo basada en el agravio de Versalles y el nacionalismo latinoamericano se ha fundado en el victimismo, mucho más que en el ánimo de entender su pasado para explicar por qué las venas siguen abiertas en América Latina y no hemos sido capaces de crear un nuevo sistema circulatorio. Augusto Zamora ha retomado con lucidez el tema en su reciente historia del subdesarrollo latinoamericano (Siglo XXI, 2020).

La historicidad, decía Alan Touraine, es la capacidad de producirnos como sociedad y tengo la impresión de que hace falta arrinconar la memoria para conocer mejor la historia y podernos ver sin esa mirada derrotista (y en el fondo complaciente) de que en realidad nuestros países están predeterminados a ser pobres y poco cohesionados. No sé por qué tantos siglos de historia y tanta grandeza (como veo en monumentos, libros y paisajes) puedan dar una visión tan deformada y reduccionista de nuestro pasado. Tal vez por la mediocridad de los tiempos que corren.

Analista.
@leonardocurzio