La semana pasada compartí algunas razones por las que, en este momento, la reelección de Donald Trump resulta poco probable. Recibí varios mensajes en redes sociales sugiriendo la osadía de tratar de adelantar el resultado de la elección, sobre todo cuando Trump desafió todo pronóstico hace cuatro años para vencer a Hillary Clinton . En aquel tiempo, me decían algunos lectores, también parecía que Clinton se encaminaba a un triunfo fácil. Es verdad, pero interpretar la sorpresa del 2016 como la norma es un error. Para empezar, los sondeos nacionales no se equivocaron en el 2016. Hillary Clinton ganó el voto popular por tres millones de sufragios. Si se les mira con cuidado, las encuestas estatales sugerían una elección cerrada. Trump, por ejemplo, registraba una tendencia ascendente en Florida, Michigan y Pensilvania , tres estados clave del proceso del 2016. Pero más allá de esto, lo realmente importante es que los modelos predictivos y las encuestas parecen haber aprendido la lección de hace cuatro años. Los modelos que comienzan a aparecer están tratando de evitar los puntos ciegos que evitaron pronosticar acertadamente el posible triunfo de Trump en el 2016. Pienso, por ejemplo, en el ambicioso proyecto que ha puesto en marcha la revista The Economist. La metodología es notable y, aunque el modelo admite la posibilidad de un “cisne negro”, el análisis resulta profundo y detallado. En el modelo, que se ajusta día a día con nueva información, Joe Biden tiene hoy 83% de probabilidades de ganar la elección presidencial por un margen aún mayor del que alcanzó Trump en su triunfo sobre Clinton. Los escépticos pueden, con toda razón, poner estas conclusiones en tela de juicio. Pero suponer que estos modelos predictivos se equivocarán solo porque hace cuatro años ocurrió una sorpresa es una terquedad. Por el momento, Biden es el favorito.

Hay otra razón por la que es posible confiar en las probabilidades de una derrota de Trump. En algún momento del principio de su presidencia, Trump pudo elegir entre gobernar para la sociedad estadounidense en general o concentrarse en darle gusto a su base de votantes. Eligió lo segundo. Desde entonces, Trump ha tenido oportunidad de enmendar el rumbo y acercarse, por ejemplo, a las minorías o al voto femenino, segmentos que le dieron la espalda del 2016. En cada oportunidad, Trump ha elegido lo contrario. Una y otra vez se ha refugiado en un mensaje que parece dedicado exclusivamente a los hombres de raza blanca, específicamente a los votantes blancos sin educación universitaria, que fueron fundamentales para Trump hace cuatro años. Al ceder el centro del espectro ideológico y dar por perdido a segmentos cruciales del electorado, Trump se ha metido en un laberinto.

El ejemplo perfecto de estas oportunidades perdidas es el impresionante movimiento contra el abuso policial y el racismo que ha sacado a las calles de cientos de ciudades de Estados Unidos a millones de personas. Trump podría haber optado por un discurso de reconciliación (aunque fuera hipócrita) para tratar de acercarse a los votantes afroamericanos que, hoy, lo repudian con claridad. Quizá hubiera bastado que aceptara su propio papel en el clima de violencia racial o extendiera la mano a la comunidad afroamericana en su hora de dolor. No hizo ninguna de las dos cosas. Hizo, de hecho, lo contrario. Trump ha respondido a las manifestaciones apelando al discurso duro de la ley y el orden. ¿El resultado? 85% de los afroamericanos desaprueba su desempeño como presidente.

Algo similar le ha ocurrido a Trump con otro grupo fundamental rumbo al 2020: las mujeres blancas sin educación universitaria, un sector de la población que lo respaldó en la elección pasada. De acuerdo con un sondeo de la ABC y el Washington Post, Trump ha perdido once puntos porcentuales de apoyo con ese segmento desde el 2016. Hoy, solo la mitad de las mujeres blancas sin estudios universitarios dicen confiar en Trump, una caída que podría ser definitiva en la elección de noviembre. Si Trump no puede ganar (incluso arrasar) con los votantes blancos sin educación universitaria, que son la definición misma de su base de votantes, no podrá ganar la elección. Es así de simple.

Así las cosas, no se trata de decretar la derrota de Trump por un simple anhelo ni de cerrar los ojos al asombroso resultado del 2016. Es precisamente por las lecciones de hace cuatro años y el desarrollo específico del electorado estadounidense desde entonces que es posible decir que, a menos de cinco meses de distancia, Trump lleva las de perder.

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