Cuando terminó la derrota contra Estados Unidos del jueves pasado, me encontré con conversaciones interesantes en redes sociales. En una de ellas, un tuitero respondió a un mensaje mío sugiriendo mesura. “Es solo futbol”, me dijo un tuitero. “No pasa nada”.

En sentido estricto, tiene razón. Es solo un deporte, cuya incidencia en la prosperidad, la educación o la lucha contra la pobreza y la desigualdad en México es casi nula.

Pero hay otra lectura. Especialmente contra Estados Unidos, un partido de futbol en competencia oficial no es solo un partido de futbol.

Antes de la Copa del Mundo de Qatar publicamos “Al Grito de Guerra”, una serie de seis episodios sobre la historia moderna de la selección mexicana. Dedicamos un capítulo a la rivalidad contra Estados Unidos y descubrimos varias cosas.

La primera de ellas es que los futbolistas reconocen la importancia creciente que existe en la rivalidad. Todos aceptan que la peor derrota de la historia de una selección nacional ocurrió en 2002, contra Estados Unidos. Identifican esos partidos como una prioridad emocional, para el equipo y para la afición.

La otra conclusión ineludible —y, a mi juicio, más importante— es el papel que juega la rivalidad en el estado de ánimo y la dinámica identitaria de la comunidad mexicana en Estados Unidos. No se necesita mucho para entender lo que está en juego para la afición que se presenta a los estadios y la que sigue el partido por televisión cuando se enfrentan Estados Unidos y México. Para millones de personas de origen mexicano que trabajan todos los días en tierra estadounidense, una victoria contra Estados Unidos es un momento de afirmación. Cuando se pierde, ocurre lo contrario.

Pensemos, por ejemplo, en la comunidad mexicana en Las Vegas, donde se jugó el partido de la semana pasada. Nevada es uno de los estados con mayor población hispana. La mayoría de la comunidad se dedica a la industria de servicios, donde han formado sindicatos respetados. Sin ellos, la maquinaria de Las Vegas no funcionaría. Imaginemos su día a día, laborando de manera incansable en las cocinas, en los cuartos de hotel, en los baños. ¿Se imagina usted, lector, lo que significa para estas personas el triunfo de la selección mexicana frente a Estados Unidos? No hay que ponerse romántico para suponer el orgullo…o la desazón. Por cierto: esto lo explica de manera emotiva Oswaldo Sánchez en el documental ya mencionado y sé que hay otros futbolistas de gran relevancia con familiares que han experimentado el fenómeno migratorio a Estados Unidos y reconocen esta dinámica profunda y compleja.

Así, los partidos oficiales contra Estados Unidos no son solo futbol. Deben ser vistos como una prioridad que va más allá de lo deportivo. El técnico nacional debió asumir el partido del jueves como su mayor objetivo en este primer año al frente del equipo. La selección mexicana venía de una desilusión histórica, que entristeció a la afición como no ocurría desde hace casi medio siglo. La obligación absoluta de Cocca era preparar ese partido como lo que evidentemente era: el primer paso rumbo a la catarsis frente al rival fundamental.

El siguiente paso debe ser la reconstrucción. La selección mexicana necesita emprender una reestructura para cumplir con éxito en todos los terrenos, desde el deportivo hasta el sociocultural. Urge reparar la herida actual del equipo y la brecha con la afición, que está frustrada e indignada. Los mexicanos, incluidos los que viven en Estados Unidos y llenan los estadios, ansiosos por vivir una fiesta que reafirme su identidad y su amor por su patria original, muchos de ellos quizá junto a sus hijos de segunda generación, que llevan en una mano la bandera mexicana y en la otra la estadounidense… todos ellos merecen algo mejor.

Porque no es solo futbol.

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