De todos los grupos afectados por la peor crisis económica en un siglo en Estados Unidos, nadie está sufriendo como los once millones de indocumentados que hay en el país. El paquete de estímulo económico aprobado en Washington hace una semana ofreció un respiro a millones de trabajadores. En algunos casos, se trata de una conquista histórica, por ejemplo para aquellos que laboran en la economía compartida (como choferes de Uber) mayormente desprovistos de beneficios de desempleo. Pero la generosidad inédita de Washington no alcanzó para dar un centavo a los trabajadores indocumentados, la mayor parte de ellos mexicanos.

Es una tragedia que revela la pequeñez moral de mayoría de los políticos estadounidenses, pero también la ignorancia de una sociedad que insiste en no darse cuenta del papel que juega la comunidad indocumentada en el funcionamiento básico de su país. La realidad es simple: sin la mano de obra indocumentada, una larga lista de industrias en Estados Unidos seguramente colapsaría casi de la noche a la mañana. Hace poco más de un año entrevisté a un pequeño productor de leche en el estado de Wisconsin. Me confesó que, sin mano de obra indocumentada, su granja y la enorme mayoría de las que hay en Wisconsin quebrarían. Lo mismo encontré al dialogar con representantes de la industria cárnica en Iowa, que cuenta con los indocumentados para procesar y empaquetar el producto (para no hablar del proceso de limpieza de los rastros). Las cifras no dejan lugar a dudas: 36% de los trabajadores del campo en Estados Unidos son indocumentados, por ejemplo. La importancia de los campesinos indocumentados es tan capital que el propio gobierno estadounidense los declaró “esenciales” durante la pandemia, permitiéndoles (casi rogándoles) que se presentaran a trabajar.

Esto debería obligar a recapacitar al gobierno estadounidense —a escala local, estatal y federal— que no puede abandonar así a un pilar de la economía del país. Pero también debería generar una reacción de solidaridad inmediata y contundente desde México. La sociedad mexicana tiene una deuda de gratitud muy específica con los paisanos que se parten el lomo de sol a sol en Estados Unidos. La deuda pasa por las remesas, por supuesto, que son fundamentales para la economía mexicana. Pero va mucho más allá. Andrés Manuel López Obrador hizo campaña en Estados Unidos prometiendo ser un presidente histórico para los mexicanos que viven ahí. Prometió protegerlos y reconocer su esfuerzo.
Este es el momento de hacerlo. Mecanismos, uno imagina, hay muchos. Como siempre, los consulados hacen lo que pueden, pero no es ni de lejos suficiente. En los últimos días he dialogado con funcionarios en varios consulados. Todos coinciden en que viene, en palabras de uno de ellos, una tragedia “de dimensiones bárbaras”. Muchos notan ya el regreso de miles de paisanos, expulsado por la desesperanza. Esto prefigura, en efecto, una tragedia. Numerosas empresas mexicanas de menor o mayor tamaño estarían dispuestas a unirse en un proyecto inédito para proveer algún tipo de soporte a los paisanos que viven angustiados, enfrentados con la posibilidad de perderlo todo en solo unos meses. Podrían, por ejemplo, comenzar un programa para ayudar con algo esencial: el pago de la renta, asunto que angustia a millones de mexicanos hoy desempleados en Estados Unidos. Durante décadas y décadas, los mexicanos en Estados Unidos han contribuido —en silencio, sin pedir nada— a mantener en pie la economía del país, a rescatar de la miseria a millones de mexicanos de manera mucho, pero mucho más eficaz que cualquier programa de gobierno. El momento para ayudarles de vuelta es ahora.

Ahora o nunca.

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