Mientras el gobierno machaca con una consulta popular onerosa, absurda e innecesaria, la verdadera emergencia se ensaña con México. La variante delta del coronavirus amenaza con devolver al país a los días más oscuros de la pandemia . Las cifras no mienten: la vacunación es insuficiente y, dada la virulencia de la delta, el futuro se complica. Esto no es exclusivo de México, pero tampoco es una exageración. La nueva amenaza del virus ha obligado a varios gobiernos del mundo –y a la iniciativa privada, a veces por su cuenta– a considerar medidas severas que orillen a los no vacunados a aceptar la realidad e inmunizarse. En Francia, Emmanuel Macron ha elevado el costo social de no estar vacunado. En Italia, el gobierno adoptará una suerte de tarjeta de salud que muestre que la persona ha sido vacunada, ha dado negativo a una prueba diagnóstica o se ha recuperado de la enfermedad. Sin tarjeta de salud no habrá acceso a museos, albercas públicas o restaurantes. Todas estas medidas parecen extremas, pero tienen sentido ante el peligro.

¿Qué ocurre en México? Por desgracia, a diferencia de otros lugares, el gobierno mexicano se resiste a tomar medidas elementales para garantizar, cuando menos, el control de la pandemia en las zonas turísticas del país. México es uno de los destinos más populares del mundo. Qué bueno que así sea, pero el regreso del turismo a gran escala debería obligar a las autoridades a reconsiderar la estrategia de contención del virus. Lo que ocurre es muy distinto.

Hace unos días tuve el privilegio de visitar Quintana Roo. Uno imaginaría que viajar a México en tiempos de pandemia implicaría, para los turistas que llegamos del extranjero (resido en Estados Unidos), representa una larga lista de requisitos y controles sanitarios, sobre todo dada la nueva emergencia pandémica. Sucede lo opuesto. Salvo el requisito de responder un formulario básico al registrarse con la aerolínea y la obligación de usar cubrebocas durante el vuelo, los turistas que aterrizan en Cancún (o en cualquier otro destino mexicano) no necesitan demostrar que están libres de coronavirus, ya no digamos presentar prueba de vacunación. Tampoco, evidentemente, deben permanecer en cuarentena. Hace un par de fines de semana, cuando llegué a Cancún, cientos y cientos de turistas saturaban el área de migración para extranjeros. Todos dijeron estar libres del virus, pero nadie tuvo que presentar evidencia alguna para corroborar su salud y proteger, para empezar, a los mexicanos que los esperaban, con hospitalidad entrañable, más allá del aeropuerto.

La experiencia contrasta notablemente con el procedimiento para volver a Estados Unidos. Para abordar el avión de vuelta, todos los pasajeros debimos presentar resultados negativos de pruebas diagnósticas de coronavirus. Todos, sin excepción. También debimos contestar dos cuestionarios, uno de la aerolínea y otro de la autoridad aeroportuaria mexicana. Por último, respondimos una entrevista de seguridad que incluyó preguntas sobre control sanitario . Así, a diferencia de la experiencia en el vuelo hacia Cancún, todos los pasajeros que volvimos a Los Ángeles lo hicimos con la certeza –o lo más cercano a la certeza- de que el avión entero volaba libre del virus.

Las consecuencias de la negligencia mexicana no han pasado desapercibidas para la prensa internacional. Apenas el viernes pasado, Bloomberg registraba el aumento de casos de coronavirus en la península de Yucatán y en Baja California, las dos grandes zonas turísticas que atraen a millones de estadounidenses al año. En junio, por ejemplo, dos millones de turistas llegaron a Cancún. De nuevo: nadie debió comprobar que se había vacunado o que estaba libre del virus. Esos turistas convivieron con miles de mexicanos que se dedican a la industria de la hospitalidad. Uno supone que la mayoría de esos empleados de hotelería y demás son relativamente jóvenes. En Quintana Roo, apenas ha empezado la vacunación para los mayores de treinta años. El riesgo ha sido evidente en los meses anteriores, y lo seguirá siendo por un buen tiempo.

Cancún no dejará de ser popular con el turismo mundial. Es una bendición que así sea, y es justo también: hay muy pocos lugares en el mundo de la belleza casi sobrenatural de nuestro Caribe. Pero las autoridades tienen una deuda con la gente: su obligación es proteger a la población. Requerir una prueba negativa de coronavirus a cada turista que ingrese a México suena como una medida radical, pero no lo es. En Estados Unidos es muy común hacerse la prueba para poder trabajar, viajar, atender conferencias, ir a la universidad y muchas cosas más de la vida cotidiana. ¿Cuántos de los millones de turistas que llegan a Cancún dispuestos a disfrutar de un lugar extraordinario cambiarían sus planes si México les exigiera una prueba? Muy pocos. No hay tiempo que perder. Entre otras cosas, el virus se alimenta de terquedad.