Durante cuatro años, Donald Trump puso a prueba a las instituciones democráticas de Estados Unidos de manera sistemática. Violentó las normas de decoro. Agredió a la prensa crítica. Descalificó a la oposición. Polarizó deliberadamente a la sociedad. Ocultó información de interés público por motivos políticos. Se enfrentó con autoridades estatales. Puso en riesgo la vida y seguridad de las figuras que, desde la oposición, se atrevieron a contradecirlo. Extorsionó a un gobierno extranjero para obtener información sobre un rival político, desvergüenza que le ganó un merecido juicio de destitución.

Finalmente, tras su legítimo fracaso en las urnas , Trump desacreditó el proceso democrático y deslegitimó, a priori, la presidencia de su sucesor. Presentó, sin éxito, decenas de denuncias argumentando un fraude. Difundió teorías de la conspiración, medias verdades y calumnias que envenenaron, quizá sin remedio, al país. Enfrentado con su d errota definitiva, acosó a funcionarios electorales de los estados, amenazándolos para que “encontraran” los votos necesarios o la inexistente evidencia de fraude que le hacía falta para intentar revertir el resultado. Al final, se inventó un procedimiento imposible, que estaría encabezado por su vicepresidente, para dar marcha atrás a la certificación de resultado electoral. Presionó a su vicepresidente, en privado y en público, para que acatara sus órdenes: un golpe dictatorial durante el conteo final en el Congreso. Cuando su vicepresidente se negó, Trump lo señaló como un indeseable, poniendo en riesgo su vida.

El miércoles, en el último capítulo, Trump incitó a la sedición. “Esta gente ya no aguanta más”, dijo Trump frente a la muchedumbre de adoradores. “Quiero ver qué es lo que van a hacer”. Una vez más repitió la patraña del fraude. Acusó a Joe Biden de ser ilegítimo y a los congresistas que certificarían su victoria de ser cómplices de un robo. Azuzó a la multitud contra la prensa. Amenazó de nuevo a su vicepresidente, que conduciría la sesión en el Congreso. Finalmente, espoleó a la turba hacia la insurrección contra el poder Legislativo. “Vamos a marchar hacia allá y vamos a animar a nuestros senadores,” arengó. “Aunque quizá no los vamos a animar mucho porque no retomaremos las riendas de nuestro país siendo débiles. Necesitamos ser fuerte. Necesitamos mostrar fuerza”.

Apenas un par de horas después, la escalada autocrática de los últimos cuatro años llegó al punto de ebullición. Cientos de simpatizantes de Trump hicieron lo que el líder había exigido. El resultado fue aterrador. Cinco muertos. Más de cincuenta personas heridas. Por enorme fortuna, un plan para secuestrar legisladores y, de acuerdo con algunas versiones, asesinar al vicepresidente Mike Pence fracasó gracias a la respuesta de la policía del Capitolio y la impericia de los invasores. Pero no debe haber duda. El presidente de Estados Unidos fue el autor intelectual de un acto sin precedentes: provocó un intento de golpe de Estado al instigar al hormiguero que profanó la sede del Congreso estadounidense y puso en grave peligro la vida de legisladores y civiles por igual. Todo desde una mentira.

Es probable que su injustificable conducta le cueste a Trump un nuevo juicio de destitución. También es posible, aunque menos probable, que el asunto termine en su remoción. Pero eso, en el fondo, es lo de menos. Lo fundamental es la lección que de este episodio inédito y oscuro aprenderá la democracia estadounidense . El país nunca había mirado tan de cerca el abismo de la autocracia. En cierto sentido, la historia, que ha sido muy generosa con Estados Unidos, le ha dado una rara oportunidad para considerar los costos de darle rienda suelta a un déspota sin enfrentar, al menos por ahora, sus peores consecuencias. Al final, gracias a una combinación de suerte y la resistencia de sus instituciones y su prensa libre, Estados Unidos superará este gran examen que ha sido Trump. Pero los riesgos permanecen, lo mismo que la pulsión autoritaria y la tentación populista. Ahí están senadores como Josh Hawley y Ted Cruz, listos para tomar la estafeta que deja Trump y echar leña al fuego de la polarización más tóxica. Por eso, antes que nadie, será el partido republicano el que tenga que mirarse al espejo. El monstruo les pertenece. Fueron ellos los que soltaron cuerda al tirano en potencia, que aprovechó cada centímetro para ganar poder personal y erosionar el andamiaje que limita el poder y le exige rendición de cuentas. Tendrán que decidir si son un partido político o el botín de un déspota. De ello depende que Estados Unidos supere las siguientes pruebas a su fortaleza institucional. Porque vendrán. Sin ninguna duda, vendrán.