Faltan solo tres meses para el principio formal de las elecciones primarias en Estados Unidos. En el promedio de encuestas nacionales, el puntero sigue siendo el ex vicepresidente Joe Biden, con una ventaja de casi nueve puntos sobre Elizabeth Warren, la senadora de Massachusetts. Biden aventaja a Bernie Sanders por una docena de puntos y a Pete Buttigieg, el joven alcalde de South Bend, Indiana, por veintidós. Es un margen considerable pero no definitivo. En el 2007, en este mismo momento de la contienda, Hillary Clinton superaba a Barack Obama por veinte puntos. La ventaja de Clinton se redujo poco a poco en los meses siguientes, pero aún así se mantuvo hasta finales de enero del 2008, cuando Obama ya había claramente despuntado como una opción emocionante para muchos votantes demócratas. En cualquier caso, si las elecciones primarias para encontrar al candidato demócrata se hubieran realizado en todo el país en un solo día, es probable que Clinton hubiera podido contener el embate de Obama para llevarse la nominación. Pero las elecciones en Estados Unidos son una cosa curiosa. Al final, la popularidad de un candidato en todo el país importa menos que su capacidad de organización en Iowa y New Hampshire, los dos primeros estados en votar durante el proceso.

La improbable campaña de Barack Obama en el 2008 comenzó su verdadera marcha hacia la historia cuando Obama derrotó a Clinton en el estado de Iowa, un estado con apenas tres millones de habitantes, apenas más poblada que la ciudad de Chicago. Lo estrategas de la campaña de Obama, una de las más notables en el último medio siglo en Estados Unidos, entendieron rápidamente que la clave para el triunfo estaba no en tratar de vencer a Clinton en las encuestas nacionales (poco menos que imposible, dado el grado de reconocimiento de Clinton a lo largo de los años) sino en dar el campanazo en Iowa. Tenían razón. Después de Iowa, Obama dio la vuelta a los sondeos y ganó la candidatura.

Algo parecido tratan de hacer los demócratas con la ventaja de Joe Biden. Elizabeth Warren, que de por sí le pisa los talones a Biden en las encuestas nacionales, ha concentrado recursos en Iowa desde hace meses. Warren apuesta a que un triunfo ahí la consolide como la puntera incontestable. Pero ahora Warren tiene compañía. Buttigieg, el elocuente y preparado alcalde de Indiana, un veterano de guerra que hasta hace unos meses era casi un desconocido, se ha vuelto un fenómeno en ciernes en Iowa en las últimas semanas. En el último sondeo del New York Times, Buttigieg supera a Biden y se acerca a Sanders rumbo al segundo sitio. Su campaña tiene, como la de Obama en el 2007-2008, una tendencia ascendente. A Buttigieg le ha dado por decir que la contienda demócrata es ahora entre Warren y él, absurdo para un hombre con solo 7 porciento de respaldo en los sondeos nacionales, pero astuto dado el calendario real rumbo a la candidatura.

¿Le alcanzará a Buttigieg la osadía? Hay señales interesantes. El viernes pasado, los candidatos se reunieron en Des Moines, la capital de Iowa, para una celebración tradicional del partido en el estado en la que cada uno ofrece un discurso sin notas ni teleprompter. Hace doce años, la ocasión sirvió para que Obama, un orador de época, comenzara su ascenso imparable. Esta vez, las estrellas del encuentro fueron Warren y Buttigieg. Él, en particular, dio un discurso memorable. La apuesta de Buttigieg ahora es que Biden poco a poco pierda fuerza y sea él quien ocupe el “carril” del centro entre los candidatos. No es imposible que ocurra, sobre todo si Biden pierde estrepitosamente en Iowa y, días después, en New Hampshire.

Aún así, Buttigieg y Warren enfrentan desafíos mayúsculos en la batalla que realmente importa: la lucha contra Trump. Warren, una mujer enormemente preparada, disciplinada y llena de energía en campaña, defiende posiciones progresistas que Trump probablemente tratará de vender como una suerte de imposición “socialista”. Sería absurdo y falso (lo que Warren propone no es socialista), pero eso importa poco en tiempos de burda propaganda. Es en ese contexto que crece la posibilidad de Buttigieg. Como Biden, Buttigieg sería un candidato más moderado y complicaría la narrativa de confrontación de Trump. Pero tiene otros problemas. Buttigieg sería el primer hombre abiertamente homosexual en buscar la presidencia de Estados Unidos. En un mundo ideal, la preferencia sexual de un político (como de cualquier persona) no debería importar en absoluto. Pero los estados más conservadores en Estados Unidos están muy lejos de ser un mundo ideal.

La última vez que el debate sobre los derechos de los homosexuales fue parte de una campaña presidencial, el daño para la causa demócrata fue enorme. En el 2004, la campaña de George W. Bush incluyó iniciativas directamente relacionadas con los derechos de la comunidad gay en una decena de estados cruciales. La idea funcionó. En sitios como Ohio, los votantes conservadores se presentaron a las urnas para manifestarse contra esas medidas y, ya entrados en gastos, votaron por Bush. La aviesa estrategia fue fundamental para la reelección de Bush. Ese grado de rechazo a los derechos de la comunidad LGBTQ podrá resultar repugnante para quienes los defienden (me cuento entre ellos, de manera vehemente), pero también es una mina de oro política para los republicanos y para Trump. Por injusto que sea, Pete Buttigieg y los demócratas tienen que tomarlo en cuenta.

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