Hace algunos meses, por un breve lapso de ilusión, parecía que el principio del fin de la pandemia había comenzado en Estados Unidos . Aunque insuficientes, dada la terquedad de la reticencia a la inmunización , las cifras de vacunación avanzaban hasta sugerir, quizá, una pausa a la emergencia y la saturación del sistema de salud. A pesar de la resistencia irracional de un número considerable de grupos y gremios, los mandatos de vacunación habían empujado a millones a inmunizarse. En Los Ángeles, el segundo distrito escolar más grande del país, solo 5% de los alumnos se había negado a vacunarse como requisito para volver a clases. Los resultados de las órdenes de vacunación daban fe de una estrategia mayormente productiva: a más gente vacunada, menos camas de hospital ocupadas; menos muerte para los pacientes y menos vida para el virus.

Luego, llegó la ómicron.

En Estados Unidos, la nueva variante del coronavirus ha puesto a prueba de nuevo la capacidad de reacción de una sociedad cada vez más polarizada y exhausta. Aunque la ómicron parece ser menos fatal, la evidencia sugiere que la variante es más contagiosa y versátil en su virulencia. La cantidad de mutaciones ha vuelto indispensable el refuerzo en la vacuna. El eminente reportero Ed Yong , la voz más lúcida en la explicación periodística de la pandemia, exponía hace poco que “alguien que se consideraba completamente vacunado en septiembre estaría parcialmente vacunado ahora. Pero alguien que ha recibido un refuerzo tiene el mismo nivel de protección contra la infección por la ómicron que una persona vacunada, pero no reforzada contra Delta”. En otras palabras: a menos de que la población se vacune y refuerce la vacuna, lo más probable es que la ómicron sumerja al mundo otra vez en los momentos más angustiosos de la pandemia, abrumando el sistema de salud y atentando severamente contra la economía. Esto –vale la pena aclararlo– en un país con acceso abierto a Pfizer y Moderna , las dos vacunas más exitosas contra la nueva variante.

El problema es que a medida en que ha crecido la amenaza ha decrecido el interés de los estadounidenses por vacunarse. Por muchas razones, la mayoría de ellas absolutamente absurdas, buena parte de la población que se había inmunizado ha decidido ya no volver por el refuerzo. Es la crónica de una tragedia anunciada. ¿De quién es la responsabilidad? ¿A quién culparán los futuros historiadores de la larga pandemia de la tercera década del siglo XXI? En buena medida, a los charlatanes y sinvergüenzas que insisten en convencer a los incautos de que una vacuna es un atentado a la libertad personal, como si la libertad incluyera el derecho a ser portador de una enfermedad contagiosa y mortal.

Para el gobierno de Biden , el repunte en casos de coronavirus y la potencial crisis de la variante ómicron implica un desafío mayúsculo. Biden ha alcanzado logros innegables en la distribución y aplicación de vacunas en Estados Unidos, pero no han sido suficientes, al menos no después de la ómicron (el 61% de población vacunada debería ser 90% para ofrecer tranquilidad). La esperanza de Biden era cambiar la narrativa alrededor de la pandemia de la crisis al manejo sensato: vivir con el virus antes que temerle de manera cotidiana. Ahora, Biden tendrá que modificar el mensaje para convencer a como dé lugar a los que han sido engañados por los antivacuna y los tercos que insisten en no aplicar los mandatos de vacunación. Si no lo consigue, la pandemia del coronavirus seguirá siendo una de las grandes historias de fracaso en la historia moderna de Estados Unidos. Como lo explica Yong: “La amenaza de la variante es mucho mayor a nivel social que a nivel personal, y los encargados de políticas públicas ya se han apartado de las herramientas necesarias para proteger a las poblaciones a las que sirven. Como las variantes que lo precedieron, ómicron requiere que los individuos piensen y actúen por el bien colectivo”. El futuro depende de que lo logren.

@LeonKrauze