Desde hace dos siglos, Estados Unidos ha sido la tierra prometida para millones de inmigrantes. Entre 1892 y 1954, ingresaron a ese país más 12 de millones de personas por la isla Ellis, a la sombra de la estatua de la libertad. El sistema, entonces, era mayormente generoso. No eran necesarios incontables papeles, solo la voluntad de sumarse a una sociedad pujante, formada por, para y desde el esfuerzo inmigrante.

Las cosas han cambiado.

En el último cuarto de siglo, el sistema migratorio de Estados Unidos se ha vuelto una industria de persecución y detención. En 1994, el promedio diario de personas en custodia de las autoridades migratorias era menos de 7 mil. Diez años más tarde, el número ya había aumentado a 21 mil. En el 2019, la cifra es abrumadora: ICE, la autoridad migratoria estadounidense, tiene recluidos, en un día promedio, a por lo menos 50 mil inmigrantes.

Con el número de detenidos también ha aumentado el dinero asignado a la maquinaria punitiva. El presupuesto de la patrulla fronteriza y ICE ha explotado en los últimos quince años: de poco más de 9 mil millones en 2005 de dólares a más de 22 mil millones en 2019. Como es evidente, el incremento no comenzó con Donald Trump. Los ataques del once de septiembre, gran catalizador del temor estadounidense explica buena parte de la reacción de George W. Bush y luego de Barack Obama. Pero Trump ha llevado el asunto a otra escala. Y su gobierno va por más. Para el año fiscal 2020, Trump ha solicitado fondos para 54 mil camas para los migrantes detenidos. Una inversión de 2 mil 700 millones de dólares.

El gobierno de Estados Unidos pretende justificar el incremento radical del presupuesto con el aumento en la llegada de familias centroamericanas a la frontera en busca de asilo. Es un argumento insuficiente. Lo cierto es que la detención de inmigrantes es, hoy, una industria que le cuesta a los contribuyentes estadounidenses 2 mil millones de dólares al año, 5 millones de dólares cada día. Y la industria beneficia, sobre todo, a compañías privadas. 71% de los inmigrantes detenidos en el país se encuentran en centros operados por empresas con fines de lucro.

Dos grandes corporaciones, GEO y Core Civic, cuentan con el mayor número de contratos. Para ambas, la detención de inmigrantes ha resultado un negocio redondo. Desde la llegada de Donald Trump al poder, Geo y Core Civic han recibido cada vez más fondos federales: 480 millones para la primera, 331 millones para la segunda. Para ambas compañías, lo importante no es cuidar el bienestar de los detenidos sino llenar camas para ganar dinero. Así de sencillo. Se trata de una verdadera industria de la crueldad.

Y el escándalo no termina ahí. La industria de la detención de inmigrantes también esconde vergonzosos conflictos de interés. Geo Corrections Holdings, subsidiaria del Geo Group, donó cientos de miles de dólares a comités de acción política afines a la campaña de Donald Trump y al partido republicano durante el ciclo electoral del 2016, además de millones de dólares en cabildeo en Washington. Por si fuera poco, John Kelly, antiguo secretario de seguridad interior y artífice de parte de la estrategia radical de detención de inmigrantes del gobierno de Donald Trump, es ahora consejero de Caliburn International. Una subsidiaria de Caliburn opera varios centros de procesamiento de inmigrantes en el sur de Estados Unidos. Así, Kelly se beneficia de la industria de detención que él mismo ayudó a crear. La industria de detención estadounidense, que lucra con el dolor inmigrante y está plagada de conflictos de interés, enfrenta otro escándalo igualmente grave: múltiples denuncias por el abuso sistemático de los derechos humanos de los detenidos: hombres, mujeres y niños.

Hace unas semanas visité el Centro de Detención de Adelanto, al norte de Los Ángeles. En septiembre del 2018, el departamento de seguridad interior publicó un reporte sobre una serie de abusos y riesgos en el lugar, en operación desde el 2011: cuidado médico inapropiado, medidas severas de segregación como castigo e incluso la presencia de sábanas colgando en las celdas que podrían usarse, en un acto desesperado, para el suicidio. Ahí dentro duermen cada noche casi dos mil inmigrantes. Algunos sueñan con la libertad. Otros poco a poco pierden la esperanza de retomar la vida con sus hijos. Algunos ya se han hecho a la idea de despedirse de la tierra en la que han vivido por años. Por lo pronto viven en condiciones dignas de criminales y su sufrimiento sirve para generar millones a empresas privadas. Para Estados Unidos, una vergüenza histórica. Para los países que colaboran con otras áreas de esa estrategia punitiva, otro tanto.

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