El sábado, a unas horas del principio del juicio político en su contra, apenas el tercero en la historia de su país, Donald Trump y su equipo de asesores legales respondieron mediante una carta a los dos cargos formales que la Cámara de Representantes ha enviado al Senado para impulsar la destitución del presidente de Estados Unidos. La respuesta no se dedica a refutar la evidencia en sí. Más bien, los abogados de Trump, con la venia del propio acusado, han optado por una estrategia frecuente entre sus simpatizantes en la clase política y los medios de comunicación: poner en duda la legitimidad de los cargos contra Trump y del procedimiento entero. Los abogados de Trump acusan a los demócratas de impulsar un proceso cuya intención es revertir los resultados de la elección del 2016 o afectar el proceso electoral del 2020. Se trata, dicen, “de un ataque peligroso en contra de los derechos de los estadounidenses de elegir a su presidente en libertad”.

La posición es de un cinismo aberrante. El proceso de destitución que comenzó en la Cámara de Representantes y ahora se dirige al Senado está contemplado en la Constitución estadounidense. Es plenamente legal. También es completamente legítimo. Había evidencia de sobra para justificar la investigación demócrata que, una vez concluida, descubrió evidencia de sobra para exigir, conforme a la ley, que el Senado decida si Trump incurrió, para empezar, en un abuso de poder al buscar la ayuda de un gobierno extranjero para dañar a un adversario político. Acusar a los demócratas de cumplir con su deber para revertir el veredicto de las urnas en el 2016 es descarado, pero lo es todavía más acusarlos de perseguir el juicio político para afectar a Trump en el 2020. Lo cierto es que fue Trump quien, a través de una extorsión insolente, intentó afectar el proceso democrático al solicitar la intervención del gobierno ucraniano para afectar las aspiraciones de Joe Biden. Es decir: Trump incurrió precisamente en el atropello a la democracia del que ahora acusa a los demócratas. De tan clara, la proyección es casi cómica. Si alguien quiso dañar el buen cauce del proceso democrático del 2020, ese fue Donald Trump.

Esto no quiere decir que al Partido Demócrata no lo mueva, en parte, el interés político. Por supuesto que sí: no hay partido político (ni político) que no persiga el poder. Pero la historia y la evidencia importan, y el último año demuestra que el liderazgo demócrata en el Congreso se resistió al recurso del juicio de destitución hasta el último instante. Es más: a pesar de que el informe de Robert Mueller claramente abría la puerta a un proceso de destitución por, al menos, obstrucción de la justicia, Nancy Pelosi y compañía se negaron a abrir una investigación formal a partir de lo que ocurrió con la (confirmada) intervención rusa y la reacción de Trump. No fue sino hasta el escándalo ucraniano, responsabilidad exclusiva del propio Trump, que dieron el paso, desprovistos ya de cualquier escapatoria (la flagrancia tiene un límite). En suma: la elección de noviembre está obviamente a la vista, pero el “impeachment” no es una estrategia de campaña (de hecho, la opinión pública estadounidense está muy dividida sobre la necesidad del juicio de destitución: 49% lo apoya, 46% lo reprueba. Números no particularmente halagüeños si se trata de planear un “ataque” al proceso electoral.

Lo que ocurre realmente es que, en solo cuatro años, Donald Trump se ha hecho del control de prácticamente todo el Partido Republicano y con ello le ha robado cualquier semblante de decencia o dignidad moral. La maldad de Trump, pues, “es contagiosa”, como argumentó este mismo fin de semana Timothy Egan en el New York Times. Trump ha impuesto su modus operandi y, peor todavía, su nihilismo institucional. No importan las reglas mínimas de decoro ni civilidad política, no importa la evidencia, no importa la honestidad, no importa un ápice la verdad. Lo que importa es la defensa a ultranza de un proyecto político y, más importante todavía, del propio Trump. Así, los legisladores republicanos que alguna vez quisieron echar a Bill Clinton de la presidencia por su deshonestidad alrededor de un acto de infidelidad matrimonial ahora optan por ignorar —y hasta justificar— los crímenes evidentísimos y más graves de Trump. Se trata de una suerte de asombroso pacto faustiano colectivo. El Partido Republicano ha decidido inmolarse moralmente para proteger a Trump y si para eso tienen que mentir, ignorar evidencia o degradarse hasta la ignominia, eso es lo que harán. Solo así se explica la carta de repuesta de Trump y su equipo. Si todos saben que el rey va desnudo, pero todos han decidido seguir la farsa, ¿qué caso tiene decir la verdad? El Partido Republicano ha decidido renunciar a su obligación de gobernar por el bien de todos. En muchos sentidos ha abandonado ya el pacto democrático que ha hecho posible la construcción de Estados Unidos.

Todo esto se dice fácil, pero en el fondo es una desgracia que amenaza —ésta sí— al andamiaje institucional de la democracia estadounidense. Si Trump se sale con la suya y, después de la exoneración que le regalarán sus republicanos, gana la elección con mentiras y propaganda, Estados Unidos estará en riesgo.

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