El trato que el gobierno de México le dio al presidente de Cuba durante los festejos de la Independencia es un error moral. Lo es todavía más porque el presidente es Andrés Manuel López Obrador . La izquierda mexicana, a la que López Obrador dice representar, se forjó en la lucha por las libertades democráticas y en resistencia frente a la represión y la persecución del Estado. La izquierda mexicana sabe lo que es el acoso , la amenaza y la censura desde el poder. Que el presidente de México reciba con honores al dictador para luego defender públicamente al gobierno de Cuba y finalmente otorgar la palabra a Díaz Canel es una contradicción siniestra. La evidencia es incontestable: la de Cuba es una dictadura represora, brutal y fratricida que ha hundido al pueblo cubano en la miseria, el temor, la sospecha mutua y el silencio. Respaldar a ese monstruo es una traición a la historia de la lucha de la izquierda –y la oposición– en México.

Pero el episodio de Díaz Canel en México es otra cosa también. En las últimas semanas se ha escrito mucho sobre nuestra polarización . Algunas voces insisten en que esta polarización es cosa de dos. Sugieren una suerte de equivalencia entre el presidente y sus críticos, entre lo que ocurre con quien tiene el poder y con quienes, sin contar ni remotamente con ese poder, lo critican.

Esta equivalencia es falsa. No hay comparación posible entre lo que el presidente de México hace desde el púlpito presidencial cada mañana con el megáfono en la mano y la respuesta de sus críticos. Es ingenuo insinuar que pesa lo mismo la palabra de López Obrador que la de un columnista, un medio de comunicación o incluso las voces de la maltrecha oposición en México. El poder objetivo de López Obrador para difamar, aplastar y polarizar no lo tiene ningún otro actor público en el país. Por eso el presidente debe cuidar, en México y cualquier otra parte, lo que hace y dice.

Durante todo su gobierno, López Obrador ha optado por lo contrario. Ante la oportunidad de construir puentes y limar asperezas, decide lo opuesto. El ejemplo más reciente es la visita de Díaz Canel. El presidente pudo haber invitado a Díaz Canel y darle un trato generoso sin incurrir en esa puesta en escena llena de provocaciones innecesarias . No había necesidad, por ejemplo, de elogiar de nuevo a la dictadura cubana . No había necesidad de darle la palabra a Díaz Canel y regalarle el escenario para lavarle la cara después de las jornadas de horrenda represión en la isla de hace un par de meses. No había necesidad de puyar a Estados Unidos. No había necesidad de nada de eso. López Obrador decidió escalar el episodio a cada paso.

¿Por qué lo hace? En parte se debe a la conveniencia política de la narrativa binaria. Al presidente le gusta leer el mundo en negro y blanco. Por eso no hay reclamo válido al gobierno, ni siquiera de padres de niños con cáncer , y por eso el crítico es siempre, de algún modo, un opositor avieso, un golpista. El presidente es siempre la víctima frente a poderes oscuros, victimarios potenciales de su proyecto político . En el fondo, sin embargo, sus motivos importan poco. Para el debate sobre la responsabilidad de la polarización en México importa más identificarlo como lo que es: el gran protagonista de nuestra desavenencia cotidiana.

No es posible lamentar la polarización de una sociedad sin identificar claramente a sus promotores. En Estados Unidos , por ejemplo, la polarización no empezó con Trump, pero su gravedad actual no se explica sin él. Hábil para el rédito electoral y político de la polarización, Trump insertó diversas cuñas en la vida pública estadounidense. El resultado ha sido una casa dividida contra sí misma, quizá sin remedio. En México, el análisis de la polarización requiere mirar con claridad la responsabilidad que tiene todos los días el presidente López Obrador. Sin falsas equivalencias. La batalla contra esa enfermedad, capaz de fracturar violentamente una sociedad, debe comenzar con su principal protagonista.


@LeonKrauze

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