La democracia de Estados Unidos vive una regresión inmerecida. Aunque no son perfectos, los procesos democráticos estadounidenses han sido justos y limpios. No hay evidencia alguna de fraude electoral masivo, ni en la elección del 2020 ni en ninguna anterior. Podrá haber errores o discrepancias, normales en cualquier elección, pero no existen pruebas de corrupción electoral. No es una aclaración cualquiera: la evidencia importa, o al menos debería importar. Para desgracia de la estabilidad institucional estadounidense, uno de los dos partidos políticos del país ha optado por desdeñar la falta de evidencia e inventarse dudas para justificar una serie de medidas que harán más difícil votar. En distintos estados, funcionarios republicanos impulsan cambios regulatorios que retrasarán el proceso de registro, restringirán el acceso al sufragio a las minorías y, en última instancia, harían posible que los funcionarios estatales ignoren la voluntad ciudadana. Es, sin duda, un ataque frontal a una democracia que ha tardado dos siglos y medio en construirse.

Y no es solo una arremetida contra el voto, el conteo de los sufragios y la certificación de los ganadores. Últimamente ocurre algo aún más nefario. La semana pasada, el comité nacional del partido republicano hizo de conocimiento público su decisión de ya no requerir que el candidato republicano en el 2024 se presente a los debates presidenciales organizados por la comisión independiente encargada del asunto desde hace décadas.

Es gravísimo.

La capacidad de debatir de manera abierta, civilizada e imparcial es una piedra fundacional del proceso democrático. En las elecciones en EU, los debates presidenciales juegan un papel fundamental. 84 millones de estadounidenses siguieron el primer encuentro entre Donald Trump y Hillary Clinton por televisión. Es verdad que rara vez han decidido el resultado de una elección, pero eso importa poco. Los debates son la única ventana que tiene el electorado para escuchar a los candidatos más allá de un guión, enfrentados con situaciones y preguntas inesperadas. Por una u otra razón, los debates resultan siempre reveladores. Y, en algunos casos, como el segundo entre Mitt Romney y Barack Obama , de gran altura intelectual y política.

Los debates los organiza una comisión independiente, cuya probidad está más allá de cualquier duda. El consejo directivo actual incluye a dos exsenadores republicanos. Janet Brown , la directora desde 1987, trabajó para políticos republicanos durante su carrera. Así como hay republicanos también hay demócratas e independientes. El trabajo de la comisión de debates presidenciales de Estados Unidos es tan respetado que su ejemplo ha servido para guiar la realización de dinámicas similares en otros países, incluido México (fui testigo de la capacidad y seriedad del equipo estadounidense durante la preparación de los debates de 2018 en México). La comisión ha elegido siempre a periodistas profesionales para moderar los encuentros. Si acaso, los moderadores en Estados Unidos han pecado de cautelosos, precisamente para evitar cualquier reclamo. El legendario Jim Lehrer , el moderador más frecuente en la historia de los debates, era un purista de la discreción. Acusar a la comisión de seleccionar moderadores parciales es una mentira.

El asunto, claro, es que nadie, antes de la era Trump, se había quejado de una supuesta injusticia. Nadie mucho menos había amenazado con ignorar sin más la invitación de la comisión de debates para participar en estos solemnes encuentros cada cuatro años. Ahora, después del anuncio del comité republicano, es enteramente posible que la elección del 2024 sea la primera sin debates presidenciales (además del encuentro entre los candidatos vicepresidenciales) desde 1976. Sería un triunfo para los partidarios de la opacidad y la desinformación e implicaría un retroceso alarmante para la democracia estadounidense .

Tiempos oscuros.

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