Faltan seis meses para las elecciones legislativas de noviembre en Estados Unidos. Estará en juego el control del Congreso, en poder de los demócratas por un margen estrecho. De acuerdo con las encuestas, el resultado será catastrófico para el partido del presidente Biden . Es probable que pierda el Senado, empatado hoy a cincuenta senadores por bando (el partido demócrata tiene mayoría gracias al voto decisivo de la vicepresidenta Harris ). Es muy posible que también pierda la Cámara de Representantes. De ser así, ya sin la posibilidad de aprobar legislación alguna o conseguir la confirmación de jueces al poder judicial, la presidencia de Joe Biden habrá terminado.

Si así ocurre, el partido demócrata tendrá que entender qué le ocurrió y qué puede hacer para adelante. Seguramente, si las cosas se mantienen, resaltarán tres temas torales que operaron en su contra: la inflación, la crisis en la frontera y la impopularidad de Biden. No es imposible que el partido contemple un candidato distinto al presidente rumbo al 2024 .

Pero la elección de noviembre despejará otra variable que definirá el futuro de Estados Unidos: ¿qué tanto importa Donald Trump en el partido republicano? Y no solo Trump como figura. La pregunta central es hasta dónde ha llegado la retórica trumpista, que no solo incluye la política nativista y aislacionista del llamado “America First” sino —y esto es crucial— el mito del fraude electoral en el 2020. ¿Cuántos republicanos están dispuestos a defender una patraña que derivó en el gravísimo intento de insurrección el 6 de enero?

Las primeras señales no son positivas.

Figuras públicas conservadoras que, en otro tiempo, criticaron con firmeza a Trump, hoy han dado un giro de 180 grados para buscar su respaldo. Un caso representativo es el de J. D. Vance, autor de “Hillbilly: una elegía rural”, uno de los libros emblemáticos de los últimos diez años en Estados Unidos. Durante años, Vance marcó distancias con Trump. Ahora, que busca ser senador por Ohio, repite el mantra trumpista letra por letra, incluida la mentira del fraude del 2020. Vance encabeza los sondeos para hacerse de la candidatura republicana en Ohio. Si lo hace, será gracias a que ha decidido construirse a imagen y semejanza de Trump.

Hay otros ejemplos más radicales.

En Georgia, la batalla para definir al aspirante republicano a la gubernatura ha enfrentado al gobernador actual Brian Kemp y al exsenador David Perdue, que tiene el apoyo irrestricto de Trump. A cambio, Perdue se ha convertido, como Vance, en una máquina repetidora del mito fundacional del trumpismo. “En primer lugar, permítanme ser muy claro esta noche: las elecciones de 2020 fueron manipuladas y robadas”, dijo Perdue en un debate hace unos días. Al comenzar su participación en el debate con estas palabras, Perdue quiso establecer, como prioridad, sus cartas credenciales como miembro del culto de Trump. Hasta antes de la elección del 2020, eso suponía respaldar políticas públicas nativistas, antiinmigrantes y, en varios sentidos, racistas. Todo esto era ya suficientemente grave. Pero después de la elección, el trumpismo comienza y termina con un hecho inédito en la historia moderna de Estados Unidos : la construcción de una ficción que pretende poner en tela de juicio los cimientos de confianza de la democracia estadounidense; en la práctica, desmantelando su andamiaje.

Difícil pensar en algo más grave.

La votación en noviembre pondrá a prueba el alcance del trumpismo y su mito fundacional. Si suficientes votantes respaldan a los candidatos que, como Vance y Kemp , han decidido hacer suya la perversa falacia del fraude electoral —con la consecuente ilegitimidad de Joe Biden, claro está— la democracia en Estados Unidos confirmará su declive.

Sus enemigos, comenzando por el demente del Kremlin, festejarán.

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