El Partido Demócrata en Estados Unidos enfrenta un dilema fundamental rumbo a la elección del año que viene, quizá la más importante de los últimos 50 años: ¿Cuál es la opción más conveniente si la prioridad es evitar a como dé lugar la reelección de Donald Trump, un candidato moderado o alguien que represente al ala más progresista del partido? Para algunos, la derrota de Hillary Clinton hace tres años es evidencia de que el partido debe virar hacia la izquierda y optar por alguien como Bernie Sanders, cuyo único interés siempre ha sido poner en práctica  la agenda progresista en su versión más ambiciosa. Otros piensan que la derrota de Clinton no es evidencia de nada más que de la disfunción del sistema electoral estadounidense (Clinton, después de todo, ganó el voto popular por tres millones de votos) y que el camino correcto para derrotar a Trump es ocupar de manera convincente el centro del espectro político para atraer a los votantes que respaldaron a Trump pero ahora están decepcionados, como las mujeres blancas en los suburbios. Para eso, dicen, la estrategia más sensata sería escoger como candidato a alguien como el ex vicepresidente Joe Biden. ¿Quién tiene razón?

Para responder la pregunta, la consideración toral es definir el objetivo de la elección de 2020. ¿Cuál es la prioridad para el Partido Demócrata? ¿Vencer a Trump o defender la agenda progresista? Sanders, y en menor medida Elizabeth Warren, parecen creer que el segundo objetivo es prioritario. Warren ha dicho, por ejemplo, que la coyuntura actual requiere una batalla sin matices, de todo o nada. Sanders va más allá, sugiriendo que el Partido Demócrata debe luchar por una agenda progresista que no admita concesiones. ¿Se equivocan? Me parece que sí. No se equivocan en el diagnóstico de lo que necesita Estados Unidos, un país crecientemente desigual que necesitará, tarde o temprano, de una política progresista que proteja a las mayorías frente a una minoría voraz e insensata. Pero Sanders y Warren se equivocan en los tiempos. La deducción es prístina: no hay agenda progresista posible con Donald Trump en el poder. Así, el primer paso no debiera ser la defensa a ultranza de la agenda progresista en plena campaña electoral sino el cálculo pragmático e inmediato: sacar a Trump de la Casa Blanca.

Para eso, el Partido Demócrata necesita un candidato que sea lo opuesto a Trump, no en términos ideológicos sino de percepción pública. Si Trump polariza, el candidato demócrata debe llamar a la concordia. Si Trump ofende, el demócrata debe ofrecer templanza. Si Trump pelea, el demócrata reconcilia. En este caso, contra lo que sugiere Warren, el fuego no se combate con el fuego. La razón es simple: no hay pirómano más talentoso que Trump, dada su desfachatez.

Ese fue, quizá, el gran error del partido Laborista en la elección en Gran Bretaña hace unos días. Antes que elegir a un líder que pudiera exhibir la mitomanía y la bufonería de Boris Johnson, los laboristas lo apostaron todo a Jeremy Corbyn. Como Sanders, Corbyn es, digamos, un purista ideológico. No cree en concesiones ni matices. Además, Corbyn resultó ser un antisemita irredento. En suma, polarización antes que reconciliación. Para Johnson, Corbyn resultó el rival soñado. La obstinación ideológica de Corbyn le permitió a Johnson pintarlo como un radical frente al electorado, mucho más peligroso para el futuro de Gran Bretaña que el propio Johnson. ¿El resultado? Johnson ganó la más contundente mayoría que ha tenido el partido conservador en las últimas cuatro décadas. Corbyn perdió el liderazgo laborista, no sin antes haber colaborado a un cisma político que probablemente concluirá con el Brexit y la independencia escocesa; es decir, el final del Reino Unido tal y como lo conocemos.

En términos puramente electorales, Bernie Sanders es tan riesgoso para el Partido Demócrata como Corbyn lo fue para el laborismo. Para Trump no hay mejor rival que Sanders el año que viene. Para explicar por qué, sugiero al lector dirigirse a YouTube, donde encontrará un video de 1981 en el que Bernie Sanders se presenta en el Today Show de la NBC, el programa matutino más importante de Estados Unidos. El segmento se titula “Socialismo en Nueva Inglaterra”. Durante la entrevista con el periodista Phil Donahue, se ve a un Sanders de 40 años, recién electo como alcalde de Burlington, Vermont. Defiende, con su conocida elocuencia, su idea de gobierno. Ya desde entonces hablaba de una minoría que controla el destino de la mayoría. Al final de la entrevista, Donahue le pregunta si es capitalista. “No, no soy capitalista”, responde Sanders con una sonrisa para luego explicar la importancia de regular a las corporaciones.

Vale la pena repetirlo: la idea es evidentemente correcta, económica y moralmente. Sanders tenía razón entonces y la tiene ahora sobre los excesos deplorables del capitalismo. Pero un diagnóstico correcto no gana elecciones. En realidad, un video como el de Sanders en 1981 muy probablemente alejaría a un número considerable de votantes para los cuales es aún impensable votar por un hombre que rechaza el capitalismo y se identifica abiertamente como socialista en televisión nacional. La intención central de Trump y su astuta campaña será (ya está siendo) colocar al Partido ´Demócrata y a su futuro candidato lo más a la izquierda posible en la percepción pública. El cálculo tiene sentido: en una elección entre polos opuestos, Trump sale ganando, tal como Johnson se impuso a Corbyn.

Si la prioridad de los demócratas es vencer a Trump, el camino está al centro. Es más: si la prioridad de los demócratas, incluso los más progresistas, es promover para el resto del siglo XXI esa misma agenda progresista tan sensata y urgente, el camino empieza con vencer a Trump. Primero lo primero. Ojalá lo entiendan antes de que sea demasiado tarde.

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