Como cada 10 de diciembre, esta semana conmemoramos la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, incorporada a nuestro régimen jurídico de manera plena a partir del 10 de junio de 2011.

Emitida en 1948, la Declaración representó el consenso posible entre naciones política e ideológicamente enfrentadas, que regresaban de la II Guerra Mundial, en la que murieron entre 70 y 85 millones de personas.

Desde su emisión, se generó una tensión entre los derechos políticos y civiles y los derechos económicos, sociales y culturales, del catálogo integral que reconoce ambas dimensiones como indispensables para el ejercicio de la dignidad humana.

“Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad”. Eso es lo que dice el artículo 22, que inaugura la sección de derechos económicos, sociales y culturales de la Declaración. A 76 años de distancia, conserva un tono casi utópico, pues, en la práctica, se ha escatimado, saboteado, cuando no francamente negado su cumplimiento.

Durante mucho tiempo se afirmó que los derechos civiles y políticos, propios del liberalismo clásico, eran de cumplimiento más fácil y probable para los Estados, porque sólo implicaban que se abstuvieran de interferir en las libertades de las personas. Por el contrario, se creía que los derechos sociales implicaban la actuación positiva del aparato estatal, que suponía presupuesto para asegurar que nadie quede desamparado frente a los riesgos de la existencia: enfermedad, vejez, desempleo, discapacidad.

Ahora sabemos que las libertades individuales han implicado un fuerte gasto para los aparatos estatales, es decir, para la colectividad: tribunales, policías, registros, bancos nacionales… No obstante, los derechos sociales siguen sujetos a programas de realización progresiva.

El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966, conforme a la fórmula “habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado”, señalada en el artículo 22 de la Declaración, consagró esa distinción estableciendo que los Estados se comprometen a adoptar medidas "hasta el máximo de los recursos de que dispongan" para lograr progresivamente su plena efectividad. La fórmula, razonable en abstracto, desafortunadamente ha servido como coartada para la inacción.

Según datos de la Organización Internacional del Trabajo, más de 4 mil millones de personas carecen de cualquier forma de protección social. En América Latina, aproximadamente la mitad de la población trabajadora se encuentra en la informalidad, excluida de los sistemas contributivos de seguridad social.

En México, se han expandido significativamente los programas sociales, particularmente las pensiones no contributivas para adultos mayores y de personas con discapacidad, que este año se convirtieron en derechos constitucionales, jurídicamente exigibles.

Sin embargo, aún seguimos reparando la emergencia social creada por una etapa tan rapaz e inhumana como la propia Segunda Guerra Mundial, al menos en cuanto en cuanto a producción de pobreza y destrucción de la naturaleza. No exageramos si hablamos de la posguerra del neoliberalismo. De esa dimensión se requiere la construcción de bienestar social.

Ministra SCJN

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