Conforme comentaba el domingo pasado, en esta columna, hablar de gentrificación en la Ciudad de México lleva o debe llevar a asumir que: 1) no se trata de un problema localizado en zonas muy específicas, y 2) si bien el principal beneficiado es el mercado (sus múltiples actores), la acción pública lo puede potenciar.
Insisto, en primer lugar, en que cuando hablamos de gentrificación en la Ciudad de México —y en general en América Latina— no estamos hablando del mismo fenómeno al que se refiere en ciudades europeas o estadounidenses.
Peter Marcuse ha documentado que, de 1981 a 2017, en Londres, 3 millones de unidades vivienda pública fueron privatizadas. Manuel Castells escribió sobre el caso de París, donde el Estado expropió, demolió y vendió inmuebles para la renovación de una parte del centro desalojando a sectores populares que lo habitaban.
En ciudades estadunidenses, por su parte, de 1962 a 1975, de acuerdo con Marcuse, la aplicación del Programa de Renovación Urbana desplazó a 4 millones de personas; de 1990 a 2013, en Nueva York, 260,000 unidades de vivienda pública fueron privatizadas, y en San Francisco, de 2010 a 2013, se registraron 350,000 desahucios al año.
El mismo autor menciona que ciudades de China e India, en los últimos 50 años, desplazaron a más de 100 millones de personas. En Seúl, para los Juegos Olímpicos de 1988, se dictaron desahucios a 700,000 personas.
En América Latina se han denunciado procesos de desalojo en casos como el Mundial de Futbol de Brasil en 2014, que en su momento se calculó que provocó el desalojo de 38,000 personas de las favelas de Río de Janeiro para instalar diversa infraestructura turística, y en total de 248,000 en todo el país.
También se ha hablado de los casos en los que se renovaron Centros Históricos, que podrían haber generado si no desalojos masivos, procesos de gentrificación por encarecimiento.
Por eso, habría que mencionar que la gentrificación puede implicar desalojos violentos para embellecer zonas urbanas sin incluir a sus habitantes, porque se aprecia que son éstos los que “afean” esas zonas, por su pobreza. En otros casos, se busca desalojar para generar espacio para la nueva infraestructura que no va dirigida a satisfacer necesidades de esos habitantes. En los dos casos, la población más afectada será la no propietaria que renta vivienda o la propietaria que habita sus viviendas, porque deberá desplazarse a zonas en las que exista vivienda disponible al mismo costo que en la que habitaba.
En otros casos, la gentrificación no es tan escandalosa, porque no se debe a una acción negativa del gobierno, como cuando se instala nueva infraestructura pública (escuelas, centros médicos, vías públicas, mejora del servicio hidráulico). Se planea y construye para cubrir necesidades de los habitantes, pero si no existen medidas para detener la especulación que vendrá cuando la zona incremente su valor por causa de la propia obra pública, los propietarios que no usen la vivienda para vivir o que necesiten recursos inmediatos elevarán el arrendamiento o el precio de venta de la vivienda, generando que habitantes con más recursos los sustituyan.
Este desplazamiento es más silencioso y se ha asumido como parte de las reglas de funcionamiento de una ciudad capitalista.
Por eso, es importante que la política pública que enfrente la gentrificación mida, en primer lugar, el fenómeno existente y sus causas: qué tanto desplazamiento tenemos actualmente de habitantes por causas económicas (de pobres por sectores con mayores recursos). A dónde se está desplazando la población que ha sido desalojada o que es desplazada por falta de recursos.
Esas dos respuestas deben ser el punto de partida de las medidas antigentrificadoras, de las que continuaremos hablando.

