En la conferencia mañanera del 29 de julio pasado, el presidente, Andrés Manuel López Obrador, la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero y el Subsecretario de Derechos Humanos, Población y Migración, Alejandro Encinas, expresaron ideas basadas en Derechos Humanos que nunca antes habíamos escuchado articular por representantes del Estado mexicano. Reconocieron que la tortura es un delito que se comete de forma generalizada por todo tipo de autoridades, en todos los órdenes de gobierno. Expresaron además, que es injusto que las víctimas de tortura estén en la cárcel, que deben ser liberadas. Finalmente, articularon un sorpresivo objetivo de política pública: erradicar la tortura.

Históricamente, nuestras autoridades han visto a la tortura como un mal necesario para poder garantizar la seguridad ciudadana. En otras palabras, se ha visto como un instrumento y por lo tanto nunca ha sido genuinamente cuestionada ni combatida.

Tan solo en el sexenio pasado, atestiguamos un cara a cara entre el entonces Canciller José Antonio Meade y el relator especial de Naciones Unidas sobre la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Juan Méndez. Era marzo del 2015, y el recientemente nombrado secretario de Relaciones Exteriores se inconformó con un reporte del Relator que apuntaba hacia la tortura como una práctica generalizada en el país. Meade estimaba que la investigación del relator era insuficiente para sustentar su polémica conclusión. El Estado mexicano expresó su indignación.

Los cuestionamientos de Meade al relator quedaron superados una vez que el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) publicó su primera Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad (ENPOL). Administrada en el 2016 a una muestra de 58,000, esta encuesta es representativa de la población encarcelada en el país.

En la ENPOL, el Inegi incorporó una exhaustiva batería de preguntas sobre maltratos que es posible analizar bajo la definición de tortura establecida en tratados internacionales. El cuestionario del Inegi, además, es sensible para identificar quiénes son las víctimas más frecuentes de tortura, dónde ocurre y qué autoridades la cometen. Incluso, es posible identificar el uso diferenciado de tortura por etapa procesal dentro del sistema de justicia penal mexicano.

Tomando como base los datos del Inegi, los investigadores del World Justice Project (WJP): Roberto Hernández, Juan Salgado y Laura Aquino, analizaron la prevalencia de la tortura en México. El reporte Cuánta tortura: Prevalencia de la violencia ilegal en el proceso penal mexicano 2006-2016, disponible en: , r espalda la afirmación hecha por Juan Méndez años atrás. Además, este estudio financiado por la agencia de cooperación Alemana GIZ, ahonda en la comprensión del fenómeno. Por ejemplo, los autores identifican que la frecuencia de la tortura está asociada a la gravedad de los delitos. Entre más grave es el delito por el cual se le acusa a una persona, es más probable que ésta sea torturada. Este es un hallazgo que servirá para evaluar el diseño de la política pública que seguirá al discurso de la mañanera.

El reconocimiento de la tortura como una práctica sistémica, reprobable y, al mismo tiempo, atendible es un logro para cualquiera que haya luchado por erradicar la tortura en México. Por lo pronto, hay que hacer una parada y aplaudir que el problema esté puesto sobre la mesa, esta vez, por el propio Estado mexicano.

Investigadora en justicia penal.
@LaydaNegrete

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