El viernes pasado, Arturo Zaldívar hizo pública su decisión de concluir su presidencia en la Suprema Corte y el Consejo de la Judicatura Federal. Su encargo terminará el 31 de diciembre del 2022, tal y como era previsible constitucionalmente. El anuncio deja sin oxígeno al incendio desatado por el Congreso General tras aprobar un artículo transitorio en la Ley Orgánica del Poder Judicial Federal. La disposición pretendía duplicar el periodo de la presidencia del alto tribunal y su órgano administrativo. Esta acción legislativa fue bautizada como la “Ley Zaldívar”.

La decisión del ministro presidente es la correcta. Era urgente cancelar escenarios que mucho lastiman el Estado de Derecho. Una decisión así siempre está a tiempo. Si bien está pendiente la resolución de la Suprema Corte respecto a una Consulta y dos Acciones de Inconstitucionalidad, la sustancia del debate se ha disuelto; el caso ha muerto. En palabras del propio Zaldívar el asunto ha quedado “sin materia política”.

La “Ley Zaldívar” debía morir, desde que nació, sin duda. Sin embargo, la “Reforma Zaldívar” debe subsistir.

Recordemos que el ministro presidente es el principal promotor de una ambiciosa reforma al Poder Judicial Federal con miras a limpiarlo, por un lado, y a fortalecerlo, por el otro. Esta reforma contempla derechos sustantivos, replantea procesos federales e innova en mecanismos de rendición de cuentas institucionales y orgánicos.

La Reforma Zaldívar es urgente en al menos dos temas: corrupción y nepotismo, dos caras de un mismo virus que debilita la salud del Poder Judicial Federal. Ambos temas fueron evocados por el propio ministro presidente, en su conferencia de prensa, como batallas que deberá afrontar en el resto de su mandato.

La corrupción es endémica en el Poder Judicial Federal. Solo un puñado de juzgadores actúa con falta de honorabilidad, pero ello basta para diezmar la calidad de la justicia mexicana. Hace apenas tres décadas, el problema de corrupción se fusionaba con una falta de independencia judicial. Jueces complacientes al Ejecutivo Federal practicaban una forma de sumisión que les servía para mantenerse en el puesto y, cuando les era posible, ordeñaban económicamente a los usuarios de la justicia.

Quien haya seguido de cerca la historia reciente del Poder Judicial Federal reconocerá que estas modalidades de corrupción han cambiado en frecuencia y en formas de operar, pero están lejos de haberse erradicado. Por un lado, es un hecho que jueces y magistrados federales son cada vez más independientes de la figura del titular del Ejecutivo. Las pedradas que lanza el Presidente a los jueces en las mañaneras son una muestra de ello. Sin embargo, no es claro que los mismos juzgadores sean independientes de otros actores decididos a cooptarlos. Más grave aún, el sistema de designación, promoción, adscripción y readscripción de jueces y magistrados, permiten a algunos ministros y ministras tejer redes de incondicionales, muchos de ellos dentro de la misma famila. Se han creado carteles judiciales liderados por capos, desde la Suprema Corte. Grandes sumas de dinero nutren este ecosistema regido por las reglas del know who (el conocido) en vez del know how (el conocimiento), tal y como ha conceptualizado Larissa Adler, socióloga, estudiosa de la profesión legal mexicana.

Así las cosas, debemos celebrar el fin de un transitorio polémico y la continuación de una reforma deseable.

Investigadora en justicia penal.
@LaydaNegrete